Para nadie es un secreto que a dictadores y autócratas no les agrada que se mofen de ellos. El humor, por su calidad subversiva, requiere de una apertura política que tíranos, demagogos y fanáticos religiosos son incapaces de apreciar.

¿Quién recuerda la Cena de los Corresponsales en La Casa Blanca en la 2011 cuando Barack Obama se burló de Donald Trump tras la persistencia de este de que Obama no era realmente estadounidense y debía mostrar su certificado de nacimiento? Trump, se dice, nunca le perdonó la broma que le hizo en frente de los periodistas. El caso es que el sentido de humor de Trump es, al menos en público, el de mofarse de los discapacitados y todo aquel que él percibe como débil. Y es que para Donald, al igual que casi todo dictador y autócrata, la debilidad es un pecado cardinal. Hay que entender que el humor y el poder se relacionan de una manera dialéctica, es decir: el poder legítimo es aquel que alberga la crítica, la chanza y la sátira, ya que el humor es una forma de diálogo continuo con el poder.

Demagogos y tiranos comparten la idea de una homogeneidad social y cultural. Las diversidades de credo, étnicas, sexuales o casi que de cualquier tipo no son permitidas ni deseables, pues ellas suponen una desviación de valores y la aceptación de la otredad. La pluralidad requiere enfrentarse y negociar con complejidades culturales, sociales y políticas que están mucho más allá de la visión simplista y maniquea que promueven las dictaduras y las tiranías.

No hay que ser hegeliano para entender que este cambio en la función del Estado es no solo un reverso nefasto sino, de una manera insidiosa, la base central de ese garrafal error político que asemeja al Estado como la antítesis de la libertad individual y propone a cambio el neoliberalismo como la manifestación última de esa misma libertidad individual y colectiva.

Un orden establecido precisamente a base de fuerza, con el consentimiento solo de aquellos que devengan el poder y se benefician directamente de él. Y es que el poder, es sí mismo, es un fin absoluto, no hay otra realidad ontológica y social más allá de él. Es por eso que el poder absolutista no puede aceptar la crítica humorística. Aceptarla significaría comulgar con sus propias limitaciones. Entre más abierta y crítica es una sociedad, más refinado y agudo es también su humor.

Y la moneda corriente con que los ciudadanos pagan por ese espectáculo se la autoparodia del poder, es el cinismo. La ironía y el escepticismo son remplazados por una incredulidad sólida, llena de nihilismo. No es para nada un chiste el papel catártico del humor y la oportunidad de diálogo crítico que él tiene constantemente con el poder. Es en ese sentido particular que el humor se debe considerar muy seriamente.


Teo Dunaljo es crítico, y escritor radicado en Birmingham. Ha publicado en revistas como Crónica Latina y ahora Perro Negro. Es autor del libro de relatos No dejes que la luna salga.