Por Sergio Sotelo

Nuestro editor asociado en Nueva Inglaterra quizá con sus reflexiones más íntimas y cándidas hasta la fecha. Aquí discurre sobre la sensualidad del mundo, un retraso voluntario a una cita y de esa hambre perenne -muy suya y de todos- a pesar de haber ensayado vidas ansiolíticas y ejercido el ascetismo de los cínicos


Los márgenes del folio son los límites de mi imaginación, que son a su vez los límites de mi vida y de mi moral. Compongo éstas últimas un poco como escribo, mientras voy sacándome del bolsillo de la americana piedras que lanzo luego contra las ventanas de las viviendas de ladrillos de un barrio que supo ser de clase obrera y que ya no sabe qué quiere ser. A través de cada uno de los vidrios que se rompe con estrépito, sale de su cautiverio un ángel con la cara sin lavar y el pelo alborotado. Es un espectro en fuga que no puedo mas que interpretar como el heraldo de algo por venir. Ojalá que de algo bueno, promisorio. Últimamente, la sensualidad del mundo exterior tiene su réplica en cuatro o cinco sensaciones agudas que me corren por dentro, en un trajín de pensamientos atropellados. Sigo sin saber lo que un día supe que sabré, y en mi inconsciencia, pongo en práctica —sin mayor cálculo— las pocas cosas que resuelvo: sin cálculo, sólo con dilación. Han pasado ya seis años desde que ocurrió aquello, lo que equivale a la mitad de la vida de mi hijo. Es tentador pensar que él será mejor que yo, que su porvenir será otro, sus virtudes más rectas, sus vicios menos circulares… Pero, en rigor, nadie lo sabe. Él, pobre, menos que nadie. Como en una ópera de living room cuyo libreto podrían ser estos diarios, esa sustancia de cosa siempre preliminar e hipotética que es mi vida, convierte mi pequeño mundo íntimo en un escenario imposible. Lírico pero quizá sobreactuado. Hay quien cree que hay que buscarle nuevas formas a lo que pensamos y sentimos; porque la expresión y el significado son sobre todo un hallazgo. Porque la mera existencia es, antes que nada, la tensión hacia lo novedoso. Si soy sincero, me da todo un poco igual: me es suficiente con poder consignarlo aquí. Desde el martes, el calor ha bajado tres o cuatro grados en el termómetro. En la huerta de Magnolia Park, los tomates tienen ya una carnosidad como de septiembre, con la piel de un rojo y verdeamarillo desvaído. Ayer vi, por fin, el corte final de A Foreign Song, que ya está lista ya para su estreno. En un par de semanas, Vera comienza la temporada de remo. Este fin de semana hay un tax-free weekend que no se me ocurre cómo aprovechar, ni falta que me hace.

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Todo esto otro que ahora es papel era antes agua estancada y remilgo. Me asomo a la ventana y te veo caminar por la placita con el kiosco de prensa clausurado al fondo, sorteando las mesas de la terraza y las sombras de los tilos. Imagino que buscas el sol ecuánime del mediodía, ese sol que se nos da a todos por igual, o que se nos niega. No me gusta hacer esperar a nadie, pero hoy he decidido tomarme mi tiempo y no pensar con apuro, que es lo que acostumbro. Veo que llevas en la mano un libro y dudo si mandarte un Whatsapp para advertirte de que necesito diez o quince minutos más. Me cambio de camisa por tercera vez, y luego de pantalones, simplemente para alargar mi demora y favorecer tu espera. Es extraño esto que me está pasando, la claridad con la que razono y lo ágiles que se han vuelto estas notas a vuelapluma, para las que ya no hay excusas ni necesidad de justificación. Agua estancada, remilgo. Pienso en imágenes, que enfrento a emociones que voy inventariando con esfuerzo, no por un prurito de exactitud sino de exhaustividad. Trato de anticipar cuál será tu reacción cuando te dé a leer mis diarios, y me pregunto si leer este fragmento acrecentará la impaciencia con la que miras hacia el portal para comprobar si salgo. Compruebo que son las 12.15 en mi reloj de muñeca, quizá unos minutos menos porque no suelo tenerlo en hora, si acaso unos pocos minutos adelantado. Me acerco a la ventana con la intención de hacerte un gesto desde arriba, intentando comunicarme contigo telepáticamente para que alces la cabeza en esta dirección. Un gesto como para decirte ya voy, ya bajo. Te has corrido hacia la izquierda, o te has cambiado de silla, y ahora quedas fuera de mi ángulo de visión. Imagino que yo del tuyo. Bajo las escaleras de dos en dos, para no hacerte esperar más.

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Ando siempre con hambre, con sed, con ganas de esto y de aquello. Nada me sacia del todo, ni la incredulidad refleja, ni el temor a que todo acabe torciéndose. Esa superstición. Ni siquiera lo hace ya la idea de labrarme un porvenir, que ha sido siempre pródiga y generosa. He ensayado muchas vidas ansiolíticas, el vicio decadente de la belleza y hasta el ascetismo de los cínicos. Pero no hay caso. Aún cuando consigo borrarme del medio, o diluirme en alguna de las mixtificaciones a las que es tan propensa mi carácter, ni un así, ni tan siquiera así y ni siquiera entonces, pasan más de dos o tres o cuatro días sin que una urgencia de voz ronca, áspera como el cartón, me reclame, como un cobrador de morosos. Pocas cosas tengo en mayor estima que la levedad de ánimo y el talante gozoso con el que se conducen las personas de pensamiento discreto, callado; pero aún así me resisto a tocar una melodía nueva si no soy capaz de hacerlo de oído, sin mirar la partitura. Hubo una figura de la antigüedad que se ufanaba de que nada humano le era ajeno. A mí, me gustaría que me pasase lo contrario: me gustaría poder vivir a una escala cósmica, o de escarabajo, alienado de las cosas humanas, ajeno a la noción de relato y de la noción de explicación, de los conceptos abstrusos de justicia, y dignidad, y amor, y causa, y heteronormatividad… Mañana comienza aquí en Arlington el año escolar, lo que obra el efecto de un solsticio que celebra lo nuevo y lo eterno. La circularidad de todo. De repente somos capaces de pensar en currículos y consensuar métodos para examinar a los que nunca serán pares, a los que pasarán con buena nota y los que tendrán que esperar a la reválida. En un país tan mestizo como Estados Unidos, políglota a su pesar, las autoridades educativas se toman en serio casi todas las materias escolares menos las segundas lenguas, lo que es incomprensible. Me he metido en la hemeroteca de un periódico donde trabajé hace tiempo y he buscado una crónica de viajes que publiqué en su dominical, buscando concitar la memoria feliz de un viaje a Ushuaia. Ushuaia, Ternua, Cagliari, Lapurdi, Halifax… Ojalá todo lo que importa se pudiese nombrar con la exactitud de un topónimo. Al releer esa crónica, se me ocurre que quizá sea hora de aceptar lo que la vida tiene de digresiva, lo errático de mis empeños.


Sergio Sotelo es Editor Asociado de Perro Negro. Ha tenido varias ocupaciones en la equívoca industria de los contenidos periodísticos, pero lo que de verdad le apasiona es hacer preguntas y hacérselas.