Por Jessica Romero


Estuve dos semanas en Rusia: la mayor parte del tiempo en Moscú y un fin de semana en San Petersburgo. Asumo que es suficiente para conocer los atractivos más famosos (el Kremlin, las iglesias ortodoxas, el Hermitage), pero no para mí. Y es que siempre quise viajar a Rusia. Es más, en mi cabeza, ya tenía una idea de todo lo que iba a hacer si se daba la oportunidad: caminar por la Nevsky Prospekt como los protagonistas de Dostoievski en sus devaneos de culpa; visitar el Teatro de Arte en Moscú, donde un joven Stanislavsky montó La gaviota de Chéjov aplicando el, para entonces innovador, método de actuación; iría a honrar a Pushkin al parque en San Petersburgo donde se batió a duelo. Y es que yo a Rusia la había conocido a través de su literatura y su teatro: por ella es que tenía una fascinación por su folklor, su ambiente frío, el carácter duro de su gente. Así que, cuando me enteré que tendría la oportunidad de viajar a Rusia, inmediatamente pensé en cómo iba a acercarme más a mis héroes literarios.

Viajé en julio, cuando es verano en el hemisferio norte. Sin embargo, el verano de este año fue corto y durante casi toda mi estadía el clima fue muy parecido al de Lima en junio sin fenómeno del Niño. Parecía que mi experiencia no podía estar completa sin conocer un atisbo del frío ruso. Mi travesía comenzó en Moscú, ciudad que asocio con el teatro, sobre todo por Chéjov y Stanislavski, pero también por los autores y directores vanguardistas de principios y mediados del XX. Tuve la suerte de quedarme en un hotel bastante céntrico: a unos metros de la Plaza Roja y, como si fuera poco, frente al Teatro Bolshoi. Evidentemente, como gran amante del teatro, algo que me frustraba de viajar a Rusia era que no iba a entender mucho de las obras que estarían en cartelera a mi llegada, por lo que tuve que dejar pasar montajes de algunas de mis obras favoritas como Las tres hermanas o Sueño de una noche de verano. Sin embargo, al Bolshoi sí iba a ir. Así que, ni bien compré mi pasaje, lo primero que hice fue buscar qué espectáculos iban a montarse durante mi estadía. Como viajé en verano, llegué justo un poco antes del receso de temporada, así que no alcancé a ver ballet, que era mi primera opción, pero sí ópera. Carmen, para ser más específicos. No soy conocedora de ópera, pero Carmen me gusta bastante. En este montaje, las interpretaciones de Don José y Micaela fueron notables. Mi felicidad por estar en este teatro tan elegante y maravilloso casi me hizo pasar por alto que, aunque sólida, la interpretación de Carmen no fue tan memorable y que, si bien la escenografía era muy ingeniosa, tenía de ángulos marcados que contrastaba sin mucho sentido con el vestuario sevillano tradicional. Casi me hizo pasar por alto, como dije. Sin embargo, mi ojo, a veces excesivamente crítico, no malogró la experiencia y, finalmente, la turista que hay en mí se dejó maravillar por la experiencia extraordinaria y opulenta.

Otra fue mi suerte con el Teatro de Arte de Moscú. El teatro de la compañía fundada por Konstantin Stanislavski sigue funcionando como teatro y museo en el centro de la ciudad. Sabía que por mis limitaciones con el idioma sería difícil disfrutar una obra, pero al menos quería conocer el teatro donde se habían montado las cuatro obras más importantes de Chéjov. Así que cuando encontré la entrada del teatro bloqueada por bolsas de cemento, me resistí a creer que no podría conocerlo. Ilusa y obstinadamente, traté de ingresar, pero unos hombres me increparon algo en ruso que decodifiqué como una evasiva a que entre. Dicho sea de paso, como turista, no es fácil comunicarse en Rusia, mucho menos en Moscú. No solo es difícil encontrarse con alguien que hable en inglés fluido, sino que, además, la mayoría de carteles están en alfabeto cirílico. Incluso, algunos vendedores de artesanías o negociantes de servicios turísticos renunciar a tratar contigo ni bien les preguntas si hablan inglés y te derivan a la competencia. No fue extraño, entonces, que el hombre no pudiera responder a mis preguntas sobre el museo o la entrada y se abstuviera a negar con la cabeza ante mi insistencia. Como señalé, visitar este lugar estaba en mis planes de conocer Rusia cuando el viaje todavía era una idea lejana a llevarse a cabo, así que no iba a rendirme tan fácilmente. Quise creer que podía haber otra entrada, que quizá la bloqueada por el cemento y los hombres vestidos de albañiles no era la oficial. Así que fui a los establecimientos que estaban al costado para aclarar mis dudas y, nuevamente, el idioma fue una barrera. Hasta que casualmente entré a un café asumiendo que quizá era una entrada alternativa para el teatro y me encontré con un anfitrión bastante amable que, maravillosamente, hablaba fluidamente inglés, así que, cuando le comenté sobre mi búsqueda, ofreció llevarme a la entrada del teatro. Terminamos, nuevamente, en frente de la entrada bloqueada con los hombres vestidos de albañiles. Solo que esta vez tenía a un intérprete que habló por mí y que luego, para que me quedara claro de una vez, me explicó que, como era verano y la temporada teatral estaba en receso, todas las instalaciones del teatro estaban cerradas.

Tuve que contentarme con tomar un par de fotos por fuera del local y de la estatua de un lánguido Chéjov que se encuentra en la misma calle. Si bien este fue el único fracaso rotundo, las limitaciones con el idioma me jugaron más de una mala pasada. Tal fue el caso de mi visita a la casa de Chéjov en Moscú. Cuando viajo, por lo general, no tengo muchos problemas si tengo un buen mapa a la mano. Sin embargo, recordemos que los letreros de las calles estaban en cirílico y mi mapa en inglés: la deducción que hacía respecto de mi ubicación fue correcta en muchas ocasiones, pero, sobre todo al principio, me llevó a caminar por calles equivocadas, como ocurrió cuando fui a conocer la casa de Chéjov. Preguntar a extraños no ayudaba mucho tampoco, no solo porque no muchos hablaban inglés, sino también porque algunas personas amables que trataban de desafiar las barreras del idioma veían mi mapa en inglés y me mandaban a otros destinos. Así que lo que pudo ser una caminata de cinco minutos se convirtió en una de casi una hora: chequeaba el mapa, preguntaba, caminaba, paraba, volvía a chequear el mapa y regresaba por donde había venido. Hasta que llegué.

Incrédulamente, antes de conocer las casas de los escritores rusos, imaginaba que se trataban de hogares convertidos en museos de sitio de primer mundo con audio guías, muchos turistas y tiendas con souvenirs con sus fotos, como si fueran rockstars en ese país. Quizá porque para mí lo son. Por ello, me sorprendí al darme cuenta de que no solo la casa de Chejov era pequeña y que no tenía un gran cartel que indicara su entrada, sino que, además, el precio de la entrada era bastante bajo y que, en vez de contar con servicio de audioguía, en cada cuarto había una señora que te entregaba una hoja plastificada con datos relevantes sobre el espacio y la vida del autor. Cada cuarto estaba ambientado de acuerdo a la utilidad de se le dio durante la vida del autor (como el estudio, la sala, la habitación del autor) y, además, contaba con fotos, manuscritos, publicaciones y demás material que iba dando cuenta de la evolución de su trayectoria literaria.

Por alguna razón, no pude evitar reparar en que la mayoría de personas que cuidan las salas de museos que conocí en Rusia (sin importar las dimensiones del mismo) son mujeres mayores: la mayoría indiferentes y quedándose dormidas, muchas otras amargadas. Casi ninguna sabía español o inglés. Y de estas señoras, que me causaban entre ternura y temor, la que más recuerdo trabajaba en el museo de Chéjov. Se encontraba en el primer salón de la casa, donde se encontraban algunos de sus primeros manuscritos, sus crónicas satíricas de Oskolki y el afiche del primer montaje de Platonov. Cuando reparó en que me quedé observando un buen rato dicho afiche, empezó a hablar en ruso álgidamente sobre Platonov y la corta edad de Chéjov al escribir lo que para ella era una obra maestra. O al menos eso pude deducir del fervor de su voz.

Las otras señoras no fueron tan peculiares ni amables. Hasta parecían no comprender el entusiasmo de una turista de veintantos años hablando en español por tomar fotos de cada detalle de las habitaciones y de maravillarse por ver fotos en blanco y negro que fácilmente se podrían encontrar en internet.

Y es que es comprensible que, en una ciudad con una arquitectura suntuosamente recargada que se evidencia hasta en el detalle de los complejos decorados de mármol de sus estaciones de metro, la pequeña y sencilla casa de un escritor no sea un objeto que fascine al turista promedio. Incluso la de Pushkin, que se encuentra en la concurrida calle Arbat y es mucho más espaciosa y lujosa, no recibe tantos visitantes. Esta fue su última casa antes de mudarse a San Petersburgo, donde, como uno de sus héroes románticos, murió en un duelo con el militar francés Georges d`Anthès, a quien habría desafiado por cortejar a su esposa, Natalia, quien era conocida en la corte del zar por su belleza. A diferencia de la tormentosa experiencia en San Petersburgo, en Arbat, la relación de recién casados de Pushkin y Natalia no habría tenido mayores inconvenientes. Al menos esto se resalta por medio de la curaduría que ha hecho énfasis en la evolución de la relación al presentar cartas de amor del poeta y pinturas de los dos. En la misma Arbat hay, incluso, una estatua de la joven pareja, que contrasta con las múltiples estatuas y pinturas de Pushkin que vi tanto en Moscú como en San Petersurgo, en las que se muestra la icónica imagen lánguida y sensible del solitario poeta romántico.

Viajar y conocer Moscú fue un sueño, pero, sinceramente, desde un inicio me entusiasmaba más ir a San Petersburgo. Además de visitar el Hermitage, quería ver lo que había conocido por medio de las novelas de Dostoievski, así que, aunque llegué de noche, inmediatamente salí a caminar por la Nevski, la plaza de Alejandro y los canales que desembocan en el río Neva. Y si Moscú me había sorprendido por su opulencia, y la dureza del clima y la gente, San Petersburgo se ganó mi corazón por sus noches blancas, no solo el fenómeno llevaba a que la noche durara un par de horas y a las 3 de la mañana ya el cielo estuviera claro, sino también porque el encanto de la gente que aprovechaba para quedarse en las calles, tocar música, pasear en bicicleta y gozar de una ciudad que debe ser muy hostil en invierno.

Evidentemente, no podía dejar de conocer la casa de Dostoievski. Bueno, la última de las muchas en las que vivió en San Petersburgo (fueron alrededor de once o doce). Como esperaba, Dostoievski no vivió en una casa lujosa, sino en un departamento pequeño que ahora ha sido reestructurado para mostrar, a un lado, la austera vivienda del autor y, al otro lado, una moderna sala especial donde se presentan objetos relacionados con su trayectoria literaria. La división espacial nos muestra las dos caras de Dostoievski: por un lado, se presenta a un apacible padre de familia que se dedicaba a ritos cotidianos como preparar el té en el samovar de la familia; por otro lado, está el hombre abnegado a la representar el espíritu de Rusia por medio de la escritura y que es recordado como uno de las grandes de la literatura universal.

El viaje me quedó corto. No porque haya estado poco tiempo, sino porque había mucho por ver. No conocí la casa de Tolstói, y la de Gorki en Moscú y la de Pushkin en San Petersburgo solo las vi por fuera. No pude ver ballet en el Marinski ni entrar al teatro Mayakovski. Solo pude recorrer una pequeña parte del edificio central del Hermitage y un par de salas del ala impresionista. Y, como mencioné, encontré el Teatro de Arte de Moscú cerrado. Evidentemente, mi lado (preponderantemente) negativo y realista me lleva a creer que no tendré otra oportunidad para regresar. Por suerte, me consuelo sabiendo que tengo siempre a mis ídolos rusos y sus libros para sentirme más cerca de su patria.