Con la muerte de Fernando Botero ha desaparecido uno de los artistas más reconocibles del momento. En esta nota resaltamos uno de sus aspectos más obviados y quizá incongruentes si hemos de considerar su estética: hablamos de sus cuadros políticos


Los pintores, seguidos de los músicos, son los artístas cuyo trazo o firma personal como creadores y estetas son más reconocibles que ningún otro. Ese es el caso, sin la más mínima duda, de Fernando Botero Angulo. Y en ese sentido sí se puede afirmar que era el artísta vivo más famoso de Hispanoamérica y posiblemente del mundo.

Botero nació el 19 de abril de 1932 en la ciudad colombiana de Medellín y ha fallecido hace unos días en un principado europeo más famoso por su sistema tributario que por su arte. Sus primeros cuadros datan de cuando él tenía diecisiete años y aún no había inventado el estilo que lo haría extremadamente famoso y multimillonario. Probablemnete de ahí su necesidad de residir en Mónaco. Y ese estilo tan suyo e idiosincrático fue la representación de personajes socialmente génericos, gente de clase media asi como figuras artística e historicamente conocidas. Todos ellos pintados, invariablemente, con una rotundez colorida, juguetona y exagerada; hecha con tanta prolijidad y persistencia que numerosos críticos expresaron muchas veces una desaprobación que rayaba en el desdén. No así, lo que para un gran número de críticos era el éxito de la frivolidad y lo superficial, para el gran público en general fue la aparición de un arte accesible y entretenido aunque también incongruentemente exótico.

Y es que el arte de Botero, de muchas maneras fue una anomalía si consideramos en qué época floreció y se consolidó. Con el posicionamiento de los Estados Unidos como la indisputible potencial global tras su triunfo militar y «moral» en la Segunda Guerra Mundial, ese país se dedicó, no sin cierto fervor y ahínco, a encotrar y promover un movimiento artístico que ellos pudiesen llamar suyo. De ahí el Expresionismo Abstracto que postulaba no solo un conservatismo social sino al mismo tiempo una renovada espiritualidad expresada a través de la emoción del color y sus formas. Una especie de paganismo estético-religioso que requería de obras de gran tamaño para conferir esa emoción epifánica que los artístas estadounidenses esperaban que sintiésemos.

Su nombre ya lo dejaba entrever, el Impresionismo Abstracto declaró no solo la insensatez estilística sino la bancarrota misma del arte figurativo. Fue una reacción estetica a las atrocidades cometidas durante la Segunda Guerra Mundial. Lo había estipulado Theodor Adorno, en 1949, cuando en su Crítica cultural y sociedad sentenció: «Escribir poesía tras Auschwitz es un acto barbárico.» Y si no se podía escribir poemas sobre árboles, pájaros o el amor, tampoco se deberían pintar cuadros de seres humanos o del mundo natural. La incongruencia o anomalía referida se da en que Botero comienza a pintar un arte indudablemente pastiche cuyos orígenes en cuanto a su color, forma y volumen bien puede asociarse con el muralismo mexicano. De esta manera, ubicado entre el Expresionismo Abstracto y el Arte Pop -iniciado en Inglaterra en la década de los 50 y muy pronto copiado y expandido en Estados Unidos- Botero empezó a pintar lo que desde un comienzo era ya un arte retro. Todo artísta es el producto de sus propias limitaciones. Botero, como antes le sucedió al mismo Turner, nunca fue diestro pintado rostros. Su retrato de Oswald Krell hecho en 1959 lo testifica. ¿Fue esa la razón para empezar a pintar «sus gordos» como él mismo los llamaba?

No es inconcebible imaginar que la determinación y entusiasmo con que Botero continuó usando su estilo y los temas que revisitó por siete decenios puede haberse debido a la explosión del boom literario latinoamericano y especificamente al reconocimiento global de Cien años de soledad, publicada en 1967. De esta manera puede que se haya establecido un paralelo entre los siglos XVII y XX. Es decir: lo que Cervantes fue para Velázquez -inspirándolo a componer Las meninas, obra pictórica de un cuadro en el que se está pintando otro cuadro, a la manera en que Cervantes Saavedra escribió una novela dentro de una novela- a lo mejor García Márquez lo fue para Botero. La exhuberancia de los personajes y la geografía en las novelas de su compatriota bien pudo haberlo ayudado a ampliar los leitmotivs con los cuales terminó poblando sus canvas.

No es gratuito entonces que entre los pastiches y homenajes a maestros de la pintura clásica europea que Botero pintó por años, él también comenzara a componer óleos que comentaban sobre la realidad social, particularmente de Latinoamérica. Estos comentarios pictóricos no fueron en un comienzo conspicuamente políticos. Botero en la década de los 70 enmarca generales, presidentes, prelados, familias de juntas militares y hasta guerilleros (representados de modo primitivista y como si fueran un grupo de paisanos de paseo y caza durante un fin de semana festivo) casi siempre con un ligero humor irónico con el que parecería no querer revelar sus verdaderas afiliciones. García Márquez fue mucho más explicitó en su mofas al poder gubernamental, militar y eclesiástico tan funesto y predominante en la América Latina de esa época.

El copioso uso del arte figurativo convirtió a Botero en un artista netamente costumbrista. Tan costumbrista como también lo era la continua violencia social y política de su país nativo. Por ello, tarde o temprano, le iba a ser imposible abstraerse de la realidad social de esa otra Colombia. Fue justamente en la la última década del siglo pasado cuando Botero empezó a retratar escenas de masacres y otros hechos históricos sangrientos. A final de los 90, Botero compusó dos cuadros sobre la muerte de Pablo Escobar. Uno siendo abatido por las balas de la policía y otro cuando Escobar ya yacía muerto sobre un tejado de baldosas rojas en una casa de Medellín. Lo notable de esas pinturas es la candidez casi infantil y cinematográfica con la que Botero las pintó: balas volando junto a Escobar mientras este caía inerme sobre ese tejado rojo.

No así, hay un momento revelador en que la estética de Botero parece transformarse y así poder comunicar un tipo de emoción más lugubre y cruda, una donde la emoción y la imagen que la confiere no son del todo disonantes. Ese momento bien pudo haber sido el óleo sobre canvas concebido en 2002, El Río Cauca. En él, Botero con unos colores sepias y una línea verde montañosa nos muestra un río en absoluta quietud, tan sin vida como los cadáveres grisaseos que transporta y sobre los cuales sobrevuela y se posa una manada de buitres para alimentarse del nefario producto de la violencia paramilitar que ha prevalecido en Colombia por tanto tiempo.

Cinco años después Botero sorprendería al mundo cuando en vez de enfocar su indignación artística en un hecho atroz de Colombia o Latinoamérica lo hace en una series de cuadros -basados en fotografías de prensa que todos habiamos visto- sobre los abusos de soldados de infantería estadounidense en la prisión de Abu Ghraib en Irak. Es casi de lo último y lo mejor que Botero pintó en su vida. Los colores y las formas son mucho mas precisas y mesuradas. Algunas de ellas se benefician de la sobría perspectiva de lo lineal de rejas y paredes. Las vieja afrenta de ser el autor de un arte frívolo y juguetón se desvaneció y lo que nos dejó fue en un testimonio de genuina indignación por las vejaciones que esos prisioneros iraquíes padecieron, digámoslo, publicamente. La crítica de arte del New York Times, Roberta Smith, anotó a raíz de esa serie de pinturas: «Los cuadros de Abu Ghraib restaura la dignidad y la humanidad de los prisioneros sin rebajar la agonía y la injusticia de su situación.» En eso Botero parece haber siguido los pasos Goya y haber dejado lo más sobresaliente y lo mejor de sí para el final.


Fernando Botero Angulo (1932-2023). Los cuadros en esta nota, en orden de aparación son: de la serie Abu Ghrabi (2007) – imagen principal, El Palacio (1975), El Cardenal (1974), Guerrillas (1977), Masacre en Colombia (2012), Río Cauca (2002) y de la serie Abu Ghrabi (2007)