Por Mateo Duarte del Castillo
Desde Bogotá -no «La Atenas» sino «La Tenaz» suramericana- nos llega esta tercera y última entrega que entrelaza los formatos en que se escuchaba la música rock con lo anecdótico y lo personalmente testimonial de esos tiempos. Concluimos con la era de los extorsionadamente caros discos compactos, popularizados en la última década del siglo pasado
En la segunda mitad de los años noventa en Bogotá, muerto Escobar, se sentía un poco más de tranquilidad. La paranoia de las bombas había pasado pero el narcotráfico obviamente no; es más, estaba en pleno auge: desde el puesto de empanadas en la esquina a instituciones, empresas pequeñas y grandes, abogados, artistas, equipos de fútbol y sin obviar hasta el Presidente (Ernesto Samper, 1994-1998). Todos recibieron plata directa o indirectamente de la venta de perico. Un amigo muy cercano mío en esa época la familia traquetiaba y me llegaba a la casa con cocaína de alta pureza. Las rumbas entonces se alargaban en tertulias donde todos hablábamos mierda al mismo tiempo y no nos oíamos los unos a los otros. Mi personalidad cambió, una amiga me dijo que el brillo de mis ojos ya no existía, se habían vuelto neutros, tenía razón. Ciertas noches ya en la madrugada con el paroxismo del embale, con todos los músculos del cuerpo tensados al máximo, los ojos inyectados de sangre, las neuronas a punto de humo y la sensación de tener el cerebro flotando en una aguamasa de cerveza Miller y perico; yo colocaba en la grabadora Whiplash de Metallica, esa era la señal: sin decirnos ni una sola palabra, otro amigo apagaba la luz y empezaba el pogo criminal, puñetazos y patadas donde cayeran, en la cara, pecho o estómago. El pogo duraba lo que la canción duraba, al terminarse se prendía la luz, nos mirábamos los moretones, estallábamos en carcajadas y nos sentábamos otra vez a hablar sobre todo sin llegar a nada, el exorcismo se había completado.
El conjunto de cuatro casas donde vivía se vendió para hacer un edificio de Colsubsidio (si viven en Bogotá y pasan por la 123 con séptima, acuérdense de estas columnas, ahí sucedió todo) por ende se iban a demoler para dar paso a la construcción del edificio. Bueno, pues nosotros decidimos que les ahorraríamos el trabajo a la empresa de demoliciones así solo fuera con una de las cuatro casas y nos encargaríamos del trabajo, y de gratis. Al principio no fue intencional, simplemente nos reunimos todos los que fueron a mi casa durante esos años, (que al final fue mucha gente) había desde culicagados de 15 años como mi tocayo, hasta el tío de no se quién que tenía como 30. Empezamos a romper los ventanales que eran grandes, y entonces por más líneas de perico que nos aspirábamos servidas en el suelo de madera, empezó a entrar por donde ya no había ventanales el frio más hijueputa. A alguno se le ocurrió entonces buscar leña para la chimenea que había en la sala, pero no había madera. ¿Solución? Pues arrancar a mano limpia la madera del suelo. Todos nos pusimos manos a la obra y a la media hora la chimenea ardía, sacamos guitarra y se volvió una tertulia mamerta.
El embale tan bravo de algunos los hizo ensañarse con arrancar más y más madera y arrojarla más y más a la chimenea, hasta que alguien que salió nos avisó: – ¡Se prendió el techo!
Salimos y efectivamente salía una llamarada inmensa y una densa columna de humo del techo, no había agua para apagarla y a los 15 minutos sonaron unas sirenas, nos paniquiamos pensando que era la policía, pero eran los Bomberos. Alguien del barrio vio el techo en llamas y los llamó, salimos en manada despavoridos cada uno por su lado y nos reunimos al rato en el parque del barrio, ya más calmados hicimos inventario: quedaba trago y perico, pues a rematar la fiesta donde Andrés que vivía a pocas cuadras, hasta ahí me acuerdo yo y todos los otros que también estaban.
Logré graduarme de Bachiller y me salvé del «Glorioso Ejército Nacional» por ser hijo único de padres separados. Gracias a eso y como no reprobé ningún año escolar mis padres me dieron un año sabático para pensar que iba a estudiar. No me tomó mucho tiempo decidir y me metí a estudiar cine y fotografía. Nos mudamos a un apartamento espacioso pero no lo suficiente como para seguir con las fiestas que hacíamos en la casa. Se acabó la guachafita, pero a un amigo, *Mario, diez años mayor que yo y como tres estratos por encima del mío, la familia le había dado un local de venta de CD´s en un centro comercial de una sola planta al aire libre estilo drive thru, al norte de Bogotá. Yo solo había comprado un CD en mi vida, el Far Beyond Driven de Pantera, ya que eran carísimos por la novedad del formato y la “calidad de sonido era tal que uno hasta podía oir la respiración del músico.” Carreta, sí era mejor que la de los casetes, claro, pero tampoco hasta allá. Cuando empezamos a parchar al frente del local de Mario el formato ya era más popular y barato.
En la universidad mis compañeros me preguntaron una vez que si había oído a Nine Inch Neils o a Rage Against the Machine, me puse rojo de la vergüenza y dije que no, yo seguía aún con Judas Priest y Black Sabbath. Al mes logré comprar el primer álbum de Rage. El impacto fue duro, todo era nuevo: nuevos patrones en los riffs, las letras rapeadas («Voy con una escopeta por Rodeo Drive / esta gente no ha visto un negro desde que sus abuelos compraron uno«) la ingeniería de sonido y sobre todo la guitarra de Tom Morello con sus solos emulando los sonidos de un DJ al “raspar” con la aguja el vinilo. Los clasificaron como Groove metal. ¿Groove? No sé, pero sí se sentía más bien el feeling de brincar más que de poguear. Era brutal.
Al parche en el local entraron *Gonzalo y *Augusto. Me los presentó Mario, eran buena onda, fumábamos bareta y oliamos perico pero ya no del que nos conseguía el Mono porque se lo habían llevado a prestar servicio militar, sino de la olla más famosa del norte en esa época, la de la Pepe Sierra que quedaba -miren ustedes la coincidencia- a cinco calles del local de CD´s.
El local vendía lo justo al principio para pagar los servicios y la administración; cualquier centavo extra se gastaba en Whiscola (whisky con Coca-Cola) y obviamente perico de baja calidad de la Pepe. No así, Augusto empezó a meter y a traer pepas, Rivotril para ser más exactos, las probé una sola vez y fue terrible, perdía el equilibrio fácilmente y me caía en todos lados, no me acordaba de nada al otro día. Una mierda. Ellos se las echaban al Whiscola el cual quedaba con una espuma marrón porque la pepa efervescía al contacto con el líquido y se tomaban semejante menjurje depresor del sistema nervioso.
Mario importaba CD´s de bandas en parte por recomendación mía, es decir las mismas que me recomendaban a mí en la universidad y otros por catálogo. Cuando llegaban las cajas con los pedidos era como abriendo regalos de navidad. Ahí descubrí y oí por primera vez bandas que aún hoy sigo escuchando: los semitonos oscuros con las voces de Lane Staley y compañía del Dirt de Alice in Chains, la eterna voz de Eddie Vedder de Pearl Jam en los albumes Ten y Vitalogy, el poderoso Funk de los Red Hot Chili Peppers y el metal funk de los Infectious Grooves, la maestría y genialidad del bajista Les Claypool en Primus, Helmet, Soundgarden y su mezcla de metal con blues-rock psicodélico, Korn con sus guitarras de siete cuerdas y Jonatan Davis llorando sobre sus traumas infantiles. Repito, todo era nuevo.
El almacén entonces ya contaba con buen surtido, y como se volvió el lugar de moda para el parche era el último local en cerrar, gracias a eso llegaban compradores nocturnos con billetera generosa y mente abierta a oir nuevas bandas, tocaba entonces mandar a la muchachada fumada y ebria para sus casas, levantar del suelo a los pepos y sacar a Augusto de debajo de los carros parqueados donde se metía a aspirar pegante y, ya por fin, atender a los clientes nocturnos. Ahí sí había un negocio y no un rumbeadero.
Ahora bien, los bares “alternativos” de los noventas, no me voy a poner a inventar que estuve bailando Stop de Jane´s Addiction en Vértigo Campo Eliás, o Magic Jhonson de los Peppers en Barbarie. Estrené mi cédula cuando ya tenia 19 o 20 años para entrar a Kaliman en la 82 y claro, fue todo un descubrimiento. Jovencitas con botas Dr Martens, ropa confeccionada por ellas mismas y cabellos de colores rechinantes, y ver tocar a la banda consentida de los dueños del bar (Hector y Andrea de Aterciopelados) Catedral de Amos Piñeros. Cuando sonaba la guitarra con Slide de Loser de Beck era la señal, los tragos se apuraban, los cigarrillos se apagaban y todos a la pista a cantar en coro: I´m a loser baby / so why don´t you kill me? Soy un perdedor nena /¿por qué no me matas? Ahí se brincaba, pero si sonaba Head like a Hole de Nine Inch Neils se pogueaba. Eso era interesante, había variedad porque en la música misma existía esa diversidad.
El voltaje mío con la fiesta mermó porque mi carrera me gustaba, el conocimiento me atraía, seguía viéndome con mis amigos de siempre pero para utilizarlos de actores naturales en videos de la universidad, ahí estuvieron sin falla.
En 1999, un buen día estaba en Antígona, el local de CD´s de Oscar, me sentaba y él me mostraba las novedades del mes, una de ellas fue un grupo de Electrónica: The Prodigy, -Píllese esto, me dijo. Me puse los audífonos y ¡boom¡ el estallido de los bajos de Smack My Bitch Up. Carajo, fue amor a primera escucha. Eso, apreciado lector, ya es otra historia.
Hasta aquí la trilogía de los formatos físicos -vinilos, casetes y discos compactos. Fue un ejercicio de memoria y escritura muy interesante. Gracias a los y las que me ayudaron con recuerdos y anécdotas. El Internet no olvida, así que esto quedará enlínea por un buen tiempo.
*Los nombres fueron cambiados por petición expresa de los involucrados en estos relatos y para proteger a inocentes.
Mateo Duarte del Castillo es artículista, escribe sobre música y ha trabajo en cine y medios audiovisuales. Reside en Bogotá, Colombia y nos compalce decir que ya es colaborador habitual de Perro Negro