Por Enrique Zattara

Se necesitó Una pálida historia de amor treinta años más tarde para que nuestro habitual colaborador se encontrara él mismo obscenamente mencionado en el libro de un escritor que «conoció» antes de que este se hiciera famoso fuera de Argentina


Aunque compartíamos casi a diario (en mesas diferentes) las noches de La Paz, el mítico bar porteño de Corrientes y Montevideo, yo no supe quién era Rodolfo Enrique Fogwill (Rodolfo Fogwill al principio, Quique Fogwill en el ambiente, y solamente Fogwill cuando en un acto de creación de “marca” decidió que solo su apellido sería su nombre literario) hasta el año 1980. Lo conocí sacándonos fotos en la agencia publicitaria de otro escritor de entonces (a este le he perdido la pista): Daniel Gutman. Las fotos salieron luego en todos los periódicos nacionales e incluso me hicieron disfrutar por un tiempo de una efímera “fama” entre los camareros de La Paz. Anunciaban a página completa los ganadores de la primera edición de un certamen que fue histórico entonces: “Coca Cola en las Artes y las Ciencias”. Fogwill (tenía entonces cerca de 40 años) había ganado el Primer Premio con un libro llamado Mis muertos punk. Yo (tenía 25) había sacado una de las tres Menciones con mi libro Educación rigurosa.

El libro ganador adquiría el derecho de ser publicado por Editorial Sudamericana, el monstruo editorial argentino de entonces (donde, entre otros, se publicó la primera edición de Cien años de soledad). La editorial y el autor finalmente no se pusieron de acuerdo en materia de regalías, y Fogwill decidió publicar Mis muertos punk por su cuenta: la portada era un pucho (un cigarrillo a punto de consumirse), aplastado contra una tapita de Coca Cola. Educación rigurosa no se publicó nunca.

Desde entonces, Fogwill y yo nos tratamos con frecuencia, aunque no llegase a ser tanto así como lo que llaman amistad. Aunque muchos lo conocían ya, el premio proyectó al escritor a un lugar central (contestatario) dentro del panorama literario de entonces: más que nada, hay que decirlo, por sus actitudes polémicas y provocadoras que hicieron que Beatriz Sarlo, en un estudio muy posterior, lo haya clasificado como “el último vanguardista argentino”. Tan importante, a mi juicio al menos, como lo fue para la generación anterior David Viñas. Su influencia -hasta su muerte, antes de cumplir 70 años- fue central (aunque no siempre positiva, a mi juicio) en las nuevas generaciones del campo literario, y contribuyó a regenerar el paradigma local poniendo en el centro de la escena a escritores entonces semiignorados como Lamborghini, Perlongher, Laiseca o César Aira. Y a sí mismo, claro.

Al poco tiempo de trasladarme yo a España, a un entre bucólico y turístico pueblo de la costa malagueña llamado Torrox, recibí sorpresivamente un correo suyo. Sería casi seguramente el año 1994, y todavía Fogwill no había traspasado las fronteras de los lectores argentinos. En esos tiempos no había Facebook ni “redes sociales”, pero sí existían unos foros participativos llamados Grupos de Noticias, que cumplían una función parecida, aunque no en tiempo real. En alguno de esos foros en los que yo participaba, él había localizado mi ubicación en España, y me preguntaba (recuerdo ese detalle en particular) si era “ese Zattara que estaba en el PI”. Efectivamente, en los ochenta yo había sido un conspicuo militante del Partido Intransigente (una especie de frustrado Podemos argentino de la época). Me contaba que había empezado conversaciones con la editorial Mondadori para la traducción de uno de sus libros, pero que había perdido el contacto, y se preguntaba si yo, viviendo en España, podía localizarlos. Como la realidad, ya se sabe, imita a la ficción, se daba la coincidencia de que -a través de otro de esos Grupos de Noticias- yo me había relacionado online con una muchacha de Barcelona que era, precisamente, lectora de Mondadori. Los conecté. Nunca supe cómo siguió la historia; pero tiempo después apareció la primera edición europea de Fogwill, en Mondadori, y – aunque probablemente no sea más que una casualidad- me gusta pensar que aquella intervención mía lo hizo posible.

Este recuerdo me vino en estos días cuando leí -tardíamente- un libro de Fogwill escrito por aquellos tiempos. Una de las costumbres del escritor (una suerte de broma, a veces con dardos de ironía que solo funcionaban como guiños a quienes éramos parte del mundo literario local) era ponerle a muchos de los personajes de sus libros apellidos que pertenecían, precisamente, a aquellos que formábamos las “bandas literarias” de entonces. Recuerdo en especial -entre muchísimos más- a un personaje de Los pichiciegos, la novela sobre Malvinas, que se llamaba Dorio Caparrós. En ese tiempo, los jóvenes escritores Jorge Dorio y Martín Caparrós lo hacían casi todo juntos (incluido aquel memorable programa de la televisión pública que se llamó El monitor argentino), eran una dupla a la que alguien comparó con Batman y Robin.

No había tenido el honor de formar parte de esa galería. O al menos eso creía. Sin embargo, unos cuarenta años después de aquellas épocas que cuento, y a más de diez de la muerte del propio Fogwill, acabo de encontrar la parte que me toca. Leyendo Una pálida historia de amor, publicada en el año 2013 pero escrita en 1991, encuentro en una escena de la relación entre dos de las protagonistas, esta frase:

Se decían palabras obscenas: “porros”, “fifos”, “guátale”, “suruba negra”, “zátara”.

Mi apellido lleva dos “t” y aunque no lleva tilde por su origen italiano, se pronuncia exactamente como suena la “palabra obscena” a la que se refiere Fogwill. Puede que sea, claro, una fantasía cholula. Pero me ha hecho ilusión pensar que yo también estoy en un libro suyo. De todos modos me pregunto: ¿por qué “obscena”? Creo que no podré dormir por un tiempo.


Enrique Zattara es poeta, novelista, promotor cultural y Director de la Casa Editorial El Ojo de la Cultura. Ha escrito dos novelas: Lazos de tinta y Dos cuervos en la rama, ambas disponibles en nuestra librería digital Y dos de sus poemarios han sido ya reseñados en nuestra revista bajo el título La persistencia de la melancolía.