Por Mario FlechaIlustración Piero Perini

Es un deleite publicar un relato inédito de nuestro allegado colaborador donde queda claro que El Quixote de Cervantes de Saavedra es tal vez un plágio de las andanzas del Gonzalo Ximenes de Queisada, fundador de Bogotá y explorador de la mítica leyenda de El Dorado


Vinieron.  Ellos tenían la Biblia y 
nosotros teníamos la tierra.
 Y nos dijeron: "Cierren los ojos y recen".
Y cuando abrimos los ojos,
 ellos tenían la tierra y nosotros la biblia
Eduardo Galeano



“Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de una complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quexada, o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que de este caso escriben, aunque por conjetura verosímiles, se deja entender que se llamaba Quejana. Pero esto importa poco en nuestro cuento; basta que  en la narración dél no se salga un punto de la verdad…”  
 Miguel de Cervantes Saavedra

                                                                      I
Llovía gotas gordas como lágrimas de amantes abandonados cuando vino a visitarme el insufrible Bernardino Barrosa, vendedor de humo profesional.*
Después de secarse el agua que le corría por las mejillas, se paró frente al espejo Persa decorado con incrustaciones de madre perlas e hilos de plata. Mientras se peinaba descubrió que yo había colgado una pequeña caja de plata al lado del espejo.

—¿Y ésta maravilla?
—La compré en Marruecos.  Fue una mañana de agosto bajo el sol de Casablanca, después de desayunar, caminé sobre las calles angostas del Soco, feliz de estar rodeado del caos de colores y objetos.

Circulé entre las alfombras, esquivando los faroles y las carteras que colgaban del techo de las tiendas. Respiré los vahos que se desprendían de las bolsas de jute, rebalsadas de canela, azafrán, comino, anís y otras especies cuyo nombre desconocía.

En uno de los bazares, un árabe imperturbable estaba sentado en cuclillas con su turbante turquesa y un par de bigotes de color rojizo dibujados sobre su labio superior.
Me ofreció una taza de té de menta y cigarrillos. Acepté.
Sobre una mesa del local estaban desparramadas una caja de bronce y plata repujada con piedras engarzadas, una pipa para fumar kif y un paquete de cigarrillos abierto. 
Hajjid, el musulmán,  confesó sus deseos de irse a vivir a Tetuán.
—Cuando venda el cofre vuelvo a mi pueblo.  Estoy harto de Casablanca, hasta regalaría la pipa para irme ya mismo. 

—La caja es mágica; hace cumplir los sueños —me dijo.
Ah sí, pensé. 
—¿Cómo?—
—Escribís en un papel tus fantasías y lo escondés adentro del cofre, el tiempo se encargará de cambiar el color de la plata que se irá oxidando hasta adquirir un color amarillo—anaranjado con toques de violeta y negro. Entonces la limpiás y pedís que se cumplan tus deseos.

—¡Pero…! ¡Siempre hay un pero!  Debés tener cuidado porque dice la leyenda que si alguien abre la caja y descubre tus quimeras te traerá Mala Suerte.

—¿Cuánto vale? —pregunté.
El precio que pidió era excesivo, ridículo como su bigote, regateamos hasta llegar a un acuerdo.
Bernardino tomó la caja entre sus manos. Mientras tanto fui a la cocina a preparar café. Cuando volví al living con las tazas, Bernardino estaba agitando una hoja de papel.

 —Encontré este papel —dijo Bernardino.
—¿Por qué la abriste? —pregunté alarmado.
—Curiosidad.
—Tú curiosidad puede traerme Mala Suerte.
—¿No serás supersticioso..?—dijo leyendo el papel que tenía entre sus manos.

Y él porfió conmigo muchas veces
Ser los metros antiguos castellanos.
Los propios y los adaptados a su lengua
Por ser nacidos de su vientre
Y esos, advenedizos, adoptivos
De diferentes madres y extranjeros.

—Así lo retrataba Juan de Castellanos a Gonzalo Ximenes de Quesada en las Elegías de varones ilustres de indias, según el poeta Juan Gustavo Cobo Borda.

—¿Qué?—preguntó Bernardino asombrado.
—Que alguna vez fantaseé con viajar al Norte de Sud América, siguiendo los pasos del audaz Don Gonzalo Ximenes de Quesada i Rivera, quien fue en busca de la Ciudad de El Dorado.
Bernardino me miraba como si yo me hubiese vuelto loco.

—¿De dónde sacaste ésta historia?
—Del Profesor Tarsio.  Nos reuníamos a escuchar sus disertaciones sobre todo y todas las cosas en un tugurio sospechoso con olor a alcohol y pis de gato.

Según Don Tarsio los conquistadores iban a América esclavizando a los indígenas con una bolsa en la mano izquierda para llenarla de oro, una espada en la otra para intimidar y quitar del medio a los que se oponían, y llevaban colgado en el pecho un rosario para engañar a los inocentes.

                                                                            II

Don Gonzalo Ximenes de Queixada i Ribera partió del puerto de Santa Marta con una flota de 6 bergantines con 900 hombres.  Navegaron por el río Magdalena durante 11 meses hasta llegar al altiplano.
Se cuenta que cuando el Hidalgo descansaba en los campamentos a orillas del río tenía la costumbre de disertar sobre las virtudes del verso octosílabo castellano en contraposición al extranjerizante endecasílabo italiano.
Cuando llegaron al altiplano cundiboyasence se internaron en la sabana con su escuadra de gachupines, presidiarios, soldados, indios y un cura.  En la mañana del 6 de agosto de 1538, se apeó del caballo, arrancó un par de yerbas del suelo y dijo:

—Tomo posesión de este sitio en nombre del emperador Carlos V, mi Señor para fundar la Nueva Ciudad de Granada. Subiéndose luego a su caballo, desenvainó la espada y amenazante la revoleó por los aires al grito de:
—Quien quiera contradecirme a la fundación de la ciudad que voy a hacer aquí mismo que lo diga!

Como nadie lo contradijo envainó la espada y mandó al escribano del ejército que lo acompañaba a que diese testimonio de aquello como testigo. 
La Ciudad consistiría en doce chozas por corresponder a los doce Apóstoles de Nuestra Santa Iglesia Católica, según el Profesor Tarsio.  Así fue como se estableció la Nueva Ciudad de Granada.
De los 900 hombres que fueron a la búsqueda de la Ciudad de El Dorado solo volvieron 166.

—Guau, Don Gonzalo Jimenes de Quesada i Ribera era más excéntrico que Miguel de Cervantes —dijo Bernardino
 —Los desvaríos del hidalgo bordeaban lo absurdo, aunque operaba en la realidad: se robó una parcela de tierra, fue en búsqueda de la Ciudad de El Dorado y terminó fundando las bases de una ciudad, mientras que los delirios de Don Cervantes eran ficción.

Bernardino me  preguntaba si realmente creía en la maldición de la caja mágica.

—Claro que no —mentí—vivimos en el siglo XXI—especulé. 
Mientras me justificaba para probar que era un hombre moderno, escuché la puerta de entrada al departamento abriéndose.
     Era Isabel, mi compañera, y una amiga. Isabel se sentó sobre el sillón frente a nosotros y extendiendo su mano derecha nos presentó, Montsè, Bernardino y Mateo.
Conocí a Isabel en una manifestación. Recuerdo que íbamos caminando lentamente sobre las calles de asfalto y a nuestras espaldas la multitud reptaba como una serpiente infinita.
     Ella iba vestida de boy con cabello corto, jeans y una camisa con rayas azules. Me atrajo su aire andrógino que no concordaba con la femineidad que exudaban sus movimientos.
Montsè era una catalana hermosa que estaba de paso en nuestra ciudad. Era nativa de Jafre, del Bajo Ampurdá en Catalonia, pueblo famoso por dos cosas: el alcalde había gobernado por más de 40 años desde Franco a Zapatero y también porque un día anónimo pasaron por el pueblo Alejandra Pizarnick, Julio Cortázar y Antonio Beneyto.  Viajaban de París a Barcelona cuando pararon el coche para descansar a orillas del Río Ter y visitar el pueblo de Jafre.  Coincidieron que era el lugar más tranquilo del mundo y algún día volverían para vivir allí y se dedicarían a aparear tortugas en un jardín infinito.  Aunque esto último es un secreto.
     Bernardino comenzó a sanatear*para seducir a Montsè: fingió un ataque de romanticismo poético, habló de la luna, de la belleza de los parques en la oscuridad, recitó varios poemas de amor de Neruda.
Isabel me miraba y yo la miraba a ella sin saber cómo parar el flujo sentimental que había atacado a Bernardino.  Montsè que era una catalana concreta comprendió que Bernardino era un gilipollas, sin embargo lo animó a continuar.
    Bernardino se imaginó que ya estaba metido en el corazón de Montsè y pronto estaría por pasar entre sus piernas.  Fue entonces cuando les preguntó a ellas si eran supersticiosas. 
—Claro que lo somos —respondieron ambas.

Burlándose les contó de mí miedo a la Mala Suerte, del poema sobre Gonzalo Ximenes de Queisada que había escondido en una caja y de mi preocupación porque él había abierto la caja y eso me traería Mala Suerte.
—Tal vez la Mala Suerte será para quien lo abrió  —dijo Isabel defendiéndome.
—El Hildalgo Queisada anduvo haciendo Quixotadas antes de que Cervantes Saavedra escribiera el épico Don Quijote —arriesgó Montsè. —Tal vez Quixote proviene de alguna derivación del apellido de Queixada o Queijada o Queizada y Cervantes Saavedra lo disfrazó de Quijote para apropiarse de sus aventuras, como era  costumbre en esa época.  Nos recordó que un tal Avellaneda escribió la segunda parte de Don Quijote antes que Cervantes.

—El Excelentísimo Fundador de Bogotá, Gonzalo Ximenes de Queisada i Ribera, arrastrando la lepra crónica que lo aquejaba, se embarcó en la aventura más desastrosa de su carrera—dije.
    Bernardino interrumpió diciendo pavadas. 

                                                                          III

Los Conquistadores marcharon nuevamente hacia el espejismo que era la leyenda de la Ciudad de El Dorado, cuyo origen data del siglo XVI, cuando los genocidas españoles tuvieron noticias de una ceremonia en la cual el rey de los Muiscas se cubría el cuerpo con polvo de oro y realizaba ofrendas a la laguna de Guatavita.  
 
Al mando de Gonzalo Ximenes de Queixada i Ribera partieron del puerto de Santa María en el mar Caribe, 500 españoles, 1500 indígenas, 8 curas, 800 cerdos, 600 vacas, 150 caballos y varios bergantines.
Los rayos solares se filtraban entre los árboles reflejando doradas proyecciones sobre la superficie infinita de la tierra sembrada de hojas muertas y ramas quebradas. La humedad se elevaba con un olor arcaico, los tacos de las botas se hundían en el fango.
Los reptiles huían en todas las direcciones ante la invasión de hombres y animales.  Los insectos pululaban alrededor de los exploradores.  Escucharon las voces inmemoriales de la jungla tropical: el sonido anónimo de las chicharras fue in crescendo hasta alcanzar una estridencia ensordecedora, también vibraban los árboles de especies desconocidas, las lianas colgadas de las ramas bailaban al ritmo de los monos aulladores que saltaban de un lado a otro incansablemente, las hojas caían como lluvia sacudidas por el viento, los mosquitos gigantes zumbaban amenazantes.

Fue entonces cuando comenzó la danza macabra de la muerte, la selva les arrojaba obstáculos.  Al recorrido silencioso de flechas envenenadas disparadas desde las sombras del día y de la noche se sumaban las niguas que les comían los pies, las culebras ponzoñosas, el sigiloso andar de los alacranes, las anguilas eléctricas, los cocatrices*, las enfermedades tropicales, como el escorbuto, la disentería, las fiebres de las ciénagas producían grandes estragos en las tropas.  Y cuanto más avanzaban en la noche de sus desventuras se encontraron con un enemigo inesperado, el fuego destruyó las piaras y las vacadas, el hambre comenzó cuando las provisiones se acabaron.  Los aventureros, con terquedad ibérica comían hierbas, gusanos y murciélagos y cuando la desesperación de la hambruna se transformó en muerte, recurrieron a comerse la carne de los caballos que fallecían por el camino.

Dos años después con la armada diezmada por el fuego, las deserciones, el hambre, los crímenes, los sabotajes y las traiciones, regresaron al Puerto de Santa Marta 64 españoles, cuatro indios y 18 caballos.
Los conquistadores nunca entendieron que los indios habían inventado la leyenda para liberarse de la amenaza que representaban los españoles, quienes habían llegado con la cruz y la espada a sembrar el odio y saquear.

—¿Cómo se las arreglaron con la libido?
—No se las arreglaron. Posiblemente no había tiempo para entretenerse: la urgencia de sobrevivir les ocupaba toda la vida.

                                                                       IV


La lluvia se apagó y la noche se fue acercando con ritmo cansino. 
Montsè quería ir a cenar al famoso Restaurant Dora porque sus amigos catalanes se lo habían recomendado.  Era la fonda de los bohemios, donde los intelectuales pobres y los no tan pobres se alimentaban a fideos con pesto y el plato especial del día era siempre el mismo: espaguetis con pesto y salsa boloñesa todo mezclado en un plato, un pan, un vaso de vino de la casa y café por una modesta suma de dinero.
 Isabel aprobó la idea.
Bernardino giró la cabeza como un péndulo que va marcando el paso del tiempo,—¡Oh! no a ese antro.  Ese lugar está lleno de gente malnutrida con una palidez desproporcionada porque se alimentan muy mal, pasta, pasta y solo pasta, ¡viva la pasta!, apenas un par de gotas de sangre les riega el cerebro y no es suficiente para pensar, entonces se hacen comunistas o católicos porque ahí sí que está todo pensado, masticado y es fácil de vomitar.

—¡Uff! eres un exagerado.

Caminamos por la ciudad esquivando a la gente hasta que llegamos a una calle de arcos donde estaba nuestro restaurant.
—Que bonito nombre —dijo Montsè, señalando el letrero: Restaurant Dora.
Bernardino riéndose dijo —No irás nunca a la Ciudad de El Dorado pero podés decir que fuiste al Restaurant Dora.  ¿Sabés que el nombre del restaurant se origina en siglo XVII?.  Porque había una prostituta llamada Dora en el barrio de Dollis Hill en Londres, ella y su amante irlandés se escaparon a Buenos Aires donde regenteaban el bar Dora, de dudosa reputación en el barrio de La Boca, frecuentado por marineros y Eugene O’Neill el escritor estadounidense que en ese entonces era marinero.

El salón del restaurant estaba atiborrado de comensales.  Entramos, uno de los mozos se acercó y nos dirigió a la única mesa disponible. 
La catalana estaba fascinada.  No podía creer que los manteles eran diarios viejos, que las paredes estuviesen abarrotadas de fotos descoloridas de héroes donde todos parecían criminales jubilados.


Cuando levanto mi cabeza para llamar al camarero para que nos traiga el menú, me encuentro con los ojos encendidos de la Negra Reneè que al verme se acerca a nuestra mesa y nos pide si puede sentarse con nosotros.

La Negra Reneè, vestida de vagabunda, arrastraba en cada uno de sus movimientos un aura mágica.  Según decían los que no la querían que hacia 10 años que estaba escribiendo una novela sobre ocultismo, con la tríada infernal de Gurdjieff, Ouspenski y Madame Blavatsky pero nadie había visto ni una página de tal obra magna.
—Los Sufís bailan en círculos perpetuos — dijo al pasar la Negra Reneè mientras el olor a marihuana se escapaba de su piel.

La negra que no era negra les preguntó si habían leído al Don Quijote, esa parodia de las novelas de caballería, maravillosa.

—Dios que sensibilidad tienes. Lo hemos leído hace años y hoy estuvimos especulando si sus ficciones eran un plagio o no.
 —Es que tienen una mirada de ilusionados como si de pronto fueran a buscar fortuna en tierras lejanas.
—Diría de iluminados —contestó Mateo.  Sí, pensamos ir a Colombia en busca de la Ciudad de El Dorado para encontrar el oro que se les escapó a los conquistadores.
—Yo no  —dijo Bernardino.—Es solo una leyenda infame como todas las leyendas.
—¿Cuál es tu problema?

Mateo le explicó a La Negra Reneè la Mala Suerte que Bernardino había destapado.
No sabemos quién es el dueño de la Mala Suerte, si él o yo, porque él abrió mi caja mágica.

—Yo puedo ayudarlos, si se cortan la uña del dedo mayor de la mano izquierda y varios cabellos yo los exorcizo y les espanto la Mala Suerte.
—¿Y quién anda con un cortaúñas en el bolsillo? —preguntó con ironía Bernardino.
—No tengo un cortaúñas pero si una tijera—contestó La Negra Reneè.
—Yo no me separo de nada de mi cuerpo —protestó Bernardino.

Los ojos de Montsè giraban de placer. 
—Ésta delirante está más loca que nosotros cuatro juntos, y el tío éste de sentimental se transformó en un insoportable.

La Negra Reneè buscó en su cartera de mano la tijera. Después de hurgar en ese pozo negro que era su bolsa encontró la tijera y me la dio. Sin saber qué hacer entre divertido y asustado comencé a cortarme la uña del dedo mayor de mi mano izquierda.  Lo hice con prolijidad, y después Isabel me ayudó a cortar un mechón de cabello.

La Negra Reneè extendió mi pelo sobre la mesa, colocó la uña en el medio y la envolvió con mis cabellos, mientras murmuraba algo así como una oración en un lenguaje desconocido.  Hizo lo mismo con Montsè e Isabel pero Bernardino se negó alegando que son tonterías.

 —Ahora guárdenlo en el bolsillo izquierdo por 3 días y tres noches.
—Ya sabemos que la Mala Suerte premiará a Bernardino.
—Cinco menús completos —pidió Montsè al mozo que se había acercado a la mesa sosteniendo una servilleta negra en su antebrazo derecho.
—Seguro que Don Miguel de Cervantes Saavedra alimentó su Quijote de los cantares de gesta que los juglares popularizaban —dijo Isabel.
 
El mozo trajo los platos rebosantes de pastas y colores fosforescentes, el verde del pesto complementaba el rojo tomate de la salsa boloñesa. Montsè sacó una foto para enviársela a sus amigos de Barcelona.

Bernardino había perdido el apetito, sentía que la realidad se le escurría entre los dedos, que la historia de la Mala Suerte lo estaba alcanzando.

—Y qué me puede pasar?—preguntó Bernardino preocupado.
—No se sabe, la Mala Suerte es como Dios, usa caminos misteriosos para manifestarse. 
—Podés ser atacado por un basilisco*, en ese caso te recomiendo que lleves un espejo porque aunque se sospecha que desaparecieron en la edad media pueden aparecer nuevamente y te matarían sólo con mirarte y el espejo te ayudaría a liquidarlo, ellos mueren al ver el reflejo de su imagen.
—También puede ser que tus fantasías de acostarte con Montsè se diluyan porque ella no parece estar muy interesada. 

Enojado, Bernardino se levantó bruscamente, fue hasta la mesa vecina donde había un ramo de rosas rojas, las tomó entre sus manos y con calculada furia las arrojó sobre Montsè, quien no pudo contener las carcajadas.
Bernadino, humillado, salió del restaurant zigzagueando entre los comensales y se evaporó en la noche. 

—La Mala Suerte lo perseguirá. dijo la Negra Reneé profetizando.

El ambiente en el Dora era una fiesta en ebullición, rosas voladoras, platos de fideos para los pobres, ravioles para los ricos, y la alegría de Montsè cuya felicidad la hizo pararse sobre la silla, golpeando la botella de vino con su tenedor gritó

—Atención, atención.

Por un instante el silencio se hizo dueño de la situación permitiéndole a Montsè decir:

—Hoy celebramos que el análisis histórico literario que hemos realizado nos permite llegar a la conclusión de que las aventuras del caballero andante El ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cerbantes o Cervantes Saavedra es un fraude plagiado de los diarios de Don Gonzalo Ximenes de Queisada i Ribera, fundador de la Ciudad de Bogotá.

—La literatura española es un fiasco —dictaminó la catalana.
Los comensales aplaudieron furiosamente.
La Negra Reneè inquieta al ver el éxito de Montsè, se subió a su silla y comenzó a cantar


Santa Marta
Santa Marta tiene tren
Pero no tiene tranvía.

De todos los rincones de la cantina surgió un coro magnífico.

Las mujeres, las mujeres bogotanas
Las mujeres, las mujeres bogotanas
no saben ni dar un beso...

La negra Reneé se sentó mientras aplaudía al coro de comensales.

—Bernardino nos regaló un paga dios*—dijo Isabel.
—Mala Suerte —contestamos.


Nosotros, los sudamericanos, sufrimos las buenas intenciones de cuatro imperios.
Las buenas intenciones españolas y portuguesas fueron desplazadas por las buenas intenciones de los ingleses y ahora es el turno de las buenas intenciones americanas.
Durante los últimos cinco siglos explotaron y saquearon nuestras riquezas naturales, mataron, torturaron, persiguieron a los que se oponían a sus ambiciones coloniales en nombre de la civilización, la democracia y la libertad para acusarnos, finalmente, de corruptos y desagradecidos.
¿Qué clase de fantasías entretienen?
                                                                    Mario Flecha, Los cortadores de lechuga.

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Vendedor de humo * Charlatán 
Sanatear* Hablar confusa e incomprensiblemente sin decir nada, aparentando pensamientos profundos.
Cocatricez* Es una bestia mítica, esencialmente una criatura bípeda con apariencia de dragón o serpiente, con cabeza de gallo. 
Basilisco*Era un ser mitológico creado por la mitología griega que se describía como una serpiente gigante cargada de veneno letal y que podía matar con la simple mirada, que consideraban el rey de las serpientes.
Paga dios*Escaparse de un bar o restaurant sin pagar la cuenta.

Nota: Los datos históricos algunos son plagiados, otros falsificados a falta de veracidad y en honor a la imaginación de los historiadores. 
Dado que encontré diversas versiones del apellido de Don Gonzalo y de Don Miguel decidí adoptar a todas.