Por Manuel Fons

Es definitivamente un superpoder y uno bastante envidiable si hemos de ser honestos. Lo es porque la lectura es, sin duda alguna, una de las artes más precarias que existen ya que requiere de un tiempo totalmente egoista e ininterrumpido, así como de una tranquilidad mental y espacial. Bueno, al menos eso creíamos


Como tengo un amplio surtido de debilidades que no consigno aquí para no humillarme, me he preguntado si, en compensación, tengo alguna fortaleza atípica. Lo único que se me ocurre es que puedo leer en cualquier circunstancia, sin que me distraigan los ruidos o las conversaciones cercanas. Parece muy poco, una bagatela, pero para un lector es un regalo de los dioses. Schopenhauer tenía muy mala opinión del ruido y más, aquellos que lo toleraban: «El ruido es la más impertinente de todas las interrupciones, ya que interrumpe, o incluso aniquila, nuestros pensamientos. Por supuesto, donde no hay nada que interrumpir no es extraño que no se le perciba de modo particular». Yo admiro mucho a Schopenhauer, pero en este caso, me vale madre su opinión; soy muy feliz con mi superpoder.

Ser invulnerable al ruido sería útil en cualquier parte del mundo, pero en México, en particular, es una bendición. Cuando les preguntan a extranjeros qué les ha llamado la atención del país, a menudo mencionan la amplia gama de ruidos callejeros: el chillido del señor que vende plátanos fritos, la música de los vecinos (reguetón, cumbias, rap, boleros, grupera, rock en español, rock en inglés); el afilador de cuchillos, las sirenas de patrullas y ambulancias, los altavoces de los compradores de chácharas: «Se compran, colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas, ¿o algo de fierro viejo que vendan». Modestia aparte, no hay ninguno de esos ruidos que me arruine una sesión de lectura. Puedo leer en los camiones, sentado o parado; en los cafés más bulliciosos; en las plazas comerciales, en medio del gentío; caminando en la calle; durante una clase… Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, me pregunto si hay ruidos a mi alrededor y escuchó las potentes bocinas de dos vecinos: uno reproduciendo Obla di Obla da y el otro, Gavilán o paloma. No había notado esos ruidos hasta que me lo pregunté.

No es que haya nacido así, pienso que los superpoderes surgen de las circunstancias. Peter Parker se volvió Spiderman gracias al piquete de una araña; yo debo mi don a mis años de estudiante en la Universidad de Guadalajara. Como trabajaba y estudiaba todos los días, los camiones eran mi biblioteca y mi estudio, en esos trayectos de casi una hora hacía las lecturas escolares, entre los ruidos de los autos y las conversaciones de los pasajeros. Por otra parte, cuando las clases eran muy aburridas, se me ocurrió esconderme en las últimas filas y leer mientras el maestro exponía (mi experiencia académica mejoró muchísimo con esa técnica). Luego de tanto practicar aprendí a convertir todos los sonidos en ruido ambiente, por eso, a diferencia de algunos amigos, puedo leer en cafés y es muy raro que me distraigan las conversaciones vecinas, suelo asimilarlas como ruido ambiente, como el traca traca de la cafetera y como las rolas navideñas de Luis Miguel.

Yo admiro mucho a Schopenhauer, pero en este caso, me vale madre su opinión; soy muy feliz con mi superpoder.

Pero todo superpoder tiene su criptonita y el mío no es la excepción. Acepto que a veces sí pierdo la concentración por culpa de un diálogo cercano. No desdeño estas distracciones porque me suceden poco, y cuando suceden, valen la pena. Yo suelo entrar a un café con la intención de leer una historia, pero si las obtengo en vivo, no puedo quejarme. Además, nunca son historias de primerizos, que empiezan con «Érase una vez» y terminan con «fin», sino que suelen tener expresivas zonas de silencio al estilo Hemingway o Carver; son interesantes porque exigen un gran esfuerzo de reflexión e imaginación para completar las partes mutiladas.

Por otra parte, cuando las clases eran muy aburridas, se me ocurrió esconderme en las últimas filas y leer mientras el maestro exponía (mi experiencia académica mejoró muchísimo con esa técnica).

Recuerdo, por ejemplo, un café llamado Granier que visitaba cuando vivía en Córdoba, donde leí varios cientos de páginas. Sólo una vez me quedé tomando café, porque en la mesa vecina había una pareja discutiendo, y el hombre trataba de salvar la relación con una defensa muy teatral, haciendo el recuento de todas las peripecias que vivió para tratar de bajar de peso. Supuse que sería un hombre sentado en dos sillas, una para cada nalga, y cuando hallé la oportunidad eché un vistazo discreto, pero sólo vi a un hombre corpulento, nada que justificara una defensa de ese tipo. Por alguna razón, que todavía no comprendo, ese asunto tenía mucha trascendencia en la relación, o al menos eso creía él. También recuerdo en aquellos días unos agentes madrileños, en un café cerca del Museo del Prado, que hablaban pestes de los futbolistas mexicanos, en particular de uno que se puso exigente en una transacción, cuando, según ironizó uno de los agentes, apenas estaba para jugar en el Puebla. El único nombre que se me vino a la mente fue el de Luis García, que jugó en Madrid y en Puebla, pero nunca sabré a quién se referían.

Volviendo a Schopenhauer, la mayoría de sus biografías cuentan que, harto de que su costurera lo interrumpiera con sus ruidos, un día, muy molesto, la aventó por la escalera y, desde entonces, la señora quedó lisiada. Ésta lo demandó y Schopenhauer tuvo que pagarle una pensión el resto de su vida. Si Schopenhauer hubiera nacido en un barrio mexicano y hubiera andado en camiones, una de dos, o se acostumbraba a leer mientras escuchara las mezclas de Los Beatles con José José, los discursos de los merolicos, el anuncio de los colchones usados, o se le habría acabado muy rápido la herencia después de pegarle a tanta gente. Aunque, claro, sería más probable que la gente, harta de sus melindres, le hubieran dado una paliza hasta dejarlo lisiado o, ironías de la vida, con algún un zumbido permanente en el oído. Por suerte, cada quien nació donde debía y cada quien desarrolló el superpoder que necesitaba, él pudo escribir El mundo como voluntad y representación gracias a su superpoder intelectual y su superpoder adquisitivo; y yo, bueno, no he hecho nada, pero he podido ser lector entre tantos ruidos, como los chasquidos infernales que justo ahora están sonando en el techo de mi casa.


Manuel Fons es escritor y bloguero mexicano. Entre sus obras se cuentan: Breviario del vicio [minificciones, edición bilingüe], Gedankenexperiment, El insulto como una de las bellas artes [aforismos y anécdotas]. Todos estos títulos pueden comprase en su versión impresa o digital