La gente se empezó a ir de Colombia como si fuéramos ratas de un barco a la deriva. El país sufrió un éxodo producto del amor a la vida. Ya no eran Catalinas, éramos todos, fuimos todos los que podíamos. Mientras unos se iban, otros volvían. A esos les decíamos los gringos, por alguna razón, volvían con un halo de dioses terrenales. Era como si al haber ‘coronado’ la USA se les diera un valor añadido. Nadie alcanzaba a ver fracaso en ese regreso. En nuestro chovinismo de andar por casa, preferimos pensar que volvieron porque extrañaban las arepas, el chocolate, los fríjoles de la mamá. Además de volver con un aire distinto, como si supiera de qué iba la vida, volvían hablando inglés y eso los convertía en diferentes.

Albeiro volvió a las bravas, él no quería, le tocó y cuando volvió, montó una banda de punk en la que tocaba puro punk criollo, canciones en las que escupía su rabia. Y, para ganar plata, se puso de empresario, montó un negocio de reformas que consistía en poner anuncios clasificados en las páginas amarillas, mucha publicidad de buzón y un teléfono. Cuando salía una reforma, buscaba albañiles baratos y arreglaba las chapuzas con glamour y mucha pintura, porque Albeiro era distinto al resto, él camina sin mirar alrededor, con un andar tan elegante que casi flota; él nació en un barrio privilegiado, de una familia de nombre, pero la plata desapareció el mismo día que su padre abandonó el hogar por una chica de tetas de silicona.

De un día para otro, Albeiro se había convertido en el padre de su hermana y responsable de su madre alcohólica.


Con el tiempo, el negocio no daba la plata suficiente para todas las cosas que tenía en la cabeza; y cuando se le acabó la plata, se fue de ‘mula’ y lo pillaron con la barriga llena de pelotas de cocaína. Pero un punk no muere. Y Albeiro salió de la cárcel y volvió a Colombia renovado; ya no quería hacerse rico, ya no tenía una familia que alimentar. Ya no tenía nada.

Y no tener nada no siempre es el final de una historia.
A menudo es el principio de todo.

Hay muchas maneras de emigrar, el método más seguro para llegar a uno de esos países estables y ricos, es en avión. Se puede viajar de ‘mula’ del narcotráfico, se puede subir a un barco y tratar de alcanzar la orilla con la ley de los pies secos, se puede atravesar fronteras a nado por uno de esos ríos rabiosos que dividen el norte. Pero es peligroso.


Los visados son difíciles de conseguir, hay que cumplir unos requisitos a veces imposibles y los funcionarios de ciertas embajadas no son fáciles de sobornar. Hay muchas maneras de emigrar, Diego M., a diario veía la esperanza de salir de pobre, viajó a Estados Unidos en avión con papeles de refugiado. Diego era vendedor de lotería, daba el ‘chance’ a una mejor vida y como buen vendedor de lotería, sabía que las probabilidades de sacar el ganador son de 10.000 a uno, 100.000 a uno, es decir, sabía que comprar la lotería es comprar esperanza, pero no más, que en Medellín es más fácil morir de camino al lotero que ganarse el premio mayor y, un buen día, se fue a vivir otra vida llena de menos ilusiones.

Diego sobornó a unos funcionarios del Estado, mucho más baratos, y se fue con papeles que lo acreditaban como refugiado político. Se exilió en Estados Unidos y no sabe decir nada en inglés, dice que no le interesa, me dice que puede vivir una vida sin la necesidad de hablar otra lengua. Cuando se fue no tenía mujer ni hijos ni trabajo fijo, no tenía nada que esperar porque al no tener un contrato, nunca tendría una jubilación. En Estados Unidos encontró trabajo de albañil, no es un gran sueño cumplido, pero al menos es algo. De pequeño Diego no tuvo mucho tiempo de pensar en qué quería ser de mayor, no habla de su niñez porque dice que le costó bastante dejar de pensar en ella, lo que si cuenta es que no fue un niño con amor.

*Los nombres de Albeiro y Diego no son los reales porque los protagonistas lo prefieren así.