Por Efraín Bedoya Schwartz


Todo gira en torno al ritmo. El desplazamiento sincronizado de personas dirigidas por la luz de un semáforo, los postes de luz que parecen atravesarse a toda velocidad vistos desde la ventana de un bus en movimiento, el vaivén de las ramas de un árbol producto de la ventisca. El ritmo da la pauta y le otorga personalidad, le imprime un sello a todo aquello que se mueve. En las películas de Gonzales Iñárritu y Chazelle pasa que, matices más matices menos, el ritmo es dirigido desde el sonido de la batería, que finalmente es el vehículo que representa las tensiones existentes en cada una de sus historias, y que las emparenta en varios sentidos.

Pero vayamos lentamente, sin acelerarnos.

Birdman narra la historia de un actor venido a menos que busca el respeto y la admiración del público y la crítica. En su obsesión, dialoga consigo mismo en segunda persona, es decir, discute con su yo del pasado, la interpretación de un superhéroe que realizara muchos años atrás y por el cual es popularmente conocido. Ahora, sin embargo, quiere desprenderse de esa imagen, entrar a Broadway y convertirse en un actor “serio”. Por otro lado, en Whiplash vemos a un joven músico obsesionado con ser el mejor intérprete de batería del conservatorio en el que estudia, y de este modo ingresar a la prestigiosa banda de jazz de Fletcher, un despiadado profesor de último año. Para conseguirlo lleva su entrenamiento al límite, poniendo, en algún punto de la historia, su vida en peligro.

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Ambos personajes se enfrentan con una voz que atiza su obsesión. En el caso del actor, la figura del superhéroe que le taladra el cerebro con su voz carrasposa y esquizofrénica; y en el del joven músico, la presencia del profesor que lo atosiga hasta las lágrimas. Sin ellos, ninguno de los dos llegaría a conseguir su objetivo. Y para que esto suceda, además, deben desprenderse de algo, dejar de lado las emociones y no tomarse en serio las relaciones interpersonales. Aquí se presenta otra de las semejanzas: una figura femenina debe ser sacrificada para que ellos consigan el éxito. La hija del actor, cuyo alejamiento de la figura paterna parece haber desencadenado su relación con las drogas (en Birdman todo gesto es llevado al extremo); y la novia del músico, que es expectorada por éste sin el menor reparo cuando, en un ejercicio mental de proyección a futuro, concluye que ella se convertirá en un lastre para su carrera. Asimismo, otra arista compartida por el actor y el músico es la importancia de un escenario y el público para el desenlace de sus historias. Si bien un afán y un propósito individualista los mueven, no es sino cuando hay un público presente, vigilante, que consiguen reafirmar su objetivo y la historia alcanza el clímax. Ambos son artistas escénicos, por decirlo de algún modo, y efectivamente sin la exposición a los reflectores y la presencia de un público, sus movimientos no tendrían sentido.

Dicho lo anterior, ahora sí: música por favor.

WHIPLASH

En La disciplina de la vanidad, la novela de Iván Thays, el narrador describe una anécdota que, en la ficción, a su vez le refiere el poeta José Watanabe sobre Picasso. Una de sus alumnas, al ver cómo éste procura infructuosamente dibujar cabezas de caballo y tira al tacho de basura todos sus intentos, levanta uno de los dibujos y le dice: «Pero Pablo, mira, este ya está bonito». Al oir esto, Picasso la mira fijamente y le responde: «Cuídate de lo bonito». Al ver Whiplash recuerdo inmediatamente este pasaje de Thays porque la semejanza es innegable. En cierto momento Fletcher le dice a Andrew: «Las peores dos palabras son: buen trabajo». Y el chico lo mira y sonríe ligeramente pues sabe eso de memoria, se desangra los dedos sobre la batería todos los días “cuidándose de lo bonito”, así como Riggan Thomson se juega la vida, invierte todo el dinero que tiene y pone en riesgo su imagen para montar la obra de Carver, pues sabe que si algo sale mal, si resulta ser solo un “buen trabajo”, su carrera termina ahí. Y es en estos momentos de tensión cuando la batería ingresa, entre los pasadizos del teatro y las calles humeantes de Nueva York, cuando la secuencia (artificialmente) infinita lo muestra en sus delirios y  confrontación con los demás personajes. Porque la batería marca el paso desde el principio, incluso antes de que aparezca Thomsom en pantalla, desde los créditos iniciales, como un ensayo previo o jugueteo de afinación con las tarolas, lo mismo que en Whiplash vemos en la primera escena a Andrew al fondo de un pasadizo, rodeado de oscuridad, dando golpes a la batería y su inmediato encuentro con Fletcher, y sabemos que la obsesión gira en torno al sonido de la batería y su ritmo sincopado, que marca, además, las directrices para un montaje, por momentos, vertiginoso como el jazz mismo, y cuyo final le hace honores al instrumento, aunque en Birdman no pase necesariamente lo mismo, con ese final inconsecuente o por lo menos débilmente ambiguo, pero que no deja de ser un aparato formal redondo y que sin el sonido de las baquetas sobre el tambor, perdería un cincuenta por ciento de atractivo. Y Whiplash el cien.