Por Claudia Jaramillo

En esta segunda entrega, nuestra Editora Asociada en Madrid nos cuenta de los insospechados beneficios de viajar a pie en una ciudad como Medellín y de cómo la palabra Greca no tiene nada que ver con la cultura helénica


Viaje a pie

Si uno quiere ir a una parte, tiene las piernas, los taxis, el Metro o la increíble odisea de montar en bus, que como dice Kavafis, el viaje será largo, lleno de aventuras y de experiencias. Para empezar, el primer monstruo mítico que hay que superar es la máquina registradora que no siempre devuelve, un aparato del demonio que estruja cuando uno se sube y a veces hay que pasarlo con un pie todavía en la calle porque el conductor emprendió el viaje con uno medio dentro medio fuera, esa máquina contabiliza a su manera los pasajeros, se atranca, levanta faldas, aprieta braguetas, estruja y todos para adentro por el tubo de en medio «señores, colaboren». La máquina registradora no devuelve los sueños incumplidos, aunque los cobra. Lo ideal es entrar por la puerta de atrás, la transacción es básica: señor, me deja por -doscientos, quinientos, mil- por la de atrás y listo, el precio depende de la devaluación de la moneda. El viaje es amenizado por la cantaleta de la radio a todo volumen «así te quiero yo: con el más puro amor; con el más puro amor, así te quiero yo», y una serie de mercancías para llevarle a Penelope, hay desde poetas que venden sus propios versos, sin imposturas asonantes ni consonantes chapadas a la antigua; que rime o no es lo de menos, lo que cuenta es que es poesía inédita y uno puede hacerse con un ejemplar manoseado por lectores improvisados que le otorgan un valor ‘humano’ incalculable, también hay músicos que con guitarra, tiple y quena interpretan melodías andinas; también hay niños que no van al colegio porque hacen parte de la cadena alimenticia, venden caramelos o galletas o lo que se deje vender al menudeo, me gusta su forma de dirigirse al público, muy repetida que se sucedía cada vez que emprendías un viaje a la Ítaca local «buenas tardes señoras y señores, disculpen que les robe un minuto de su agradable tiempo, hoy vengo a ofrecerles este delicioso producto…» Los buses de Medellín no están carcomidos por las leyes imperativas de los derechos de autor, no, acá no, y chillan los parlantes «Así te quiero yo: con el más puro amor; con el más puro amor, así te quiero yo». Antes. Yo aprendí a ir caminando a todas partes, no por falta de plata, si no por amor a ella. En esa época atracaban en todos los buses de la ciudad; tres tipos se subían al bus, dos por la puerta de adelante y uno por la de atrás, a veces solo eran dos, si tenías suerte, el ladrón no tenía tiempo suficiente para arruinar a los últimos, por eso todos nos peleábamos la banca de atrás. Uno le ponía el fierro al chofer, otro tapaba la puerta para que nadie se bajara, y el otro también enfierrao, pasaba de pasajero en pasajero pidiendo la billetera. Nos achilaban mientras la radio del bus decía «Así te quiero yo: con el más puro amor; con el más puro amor, así te quiero yo» y con el más puro amor nos dejaban sin documentos, sin cédula, sin nada, así nos querían. Aprendimos tácticas de supervivencia, mil pesos en este bolsillo, mil pesos en otro, mil pa’l ladrón del bus y otros mil pa’l ladrón del barrio, teníamos ladrones propios por puro amor, muy educados, saludaban antes de atracar. Entonces me iba caminando a la universidad, al centro, al cine, tengo una pinta de chichipata y pobre con estilo. Me daba rabia que me quitaran todo lo que tenía, empecé a caminar, es un buen ejercicio dicen, yo ejercía de caminante, me gustaba el viento en la cara, mirar a las personas. Me intentaron atracar varias veces pero, no sé por qué, los ladrones de a pie no tenían fierro. 

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El lenguaje

Le decimos juniniar a pasar la tarde por la calle Junín vitriniando. Le decimos vitriniar al ver vitrinas o escaparates, la moda de los maniquíes o lo que sea, el caso es pasar la tarde. Yo digo fumarme un tinto porque es lo que hago, fumar mientras me tomo un café en la calle Junín o de cualquier otra parte. Le decimos tinto al café aguado de esta tierra. Le decimos Otraparte a la casa del filosofo Fernando González que desde hace días no ofrece tinto gratis porque un chichipato se robó la greca. Le decimos greca a un termo que se enchufa a la luz y mantiene agua caliente para preparar infusiones. Un chichipato puede ser un tacaño o un paupérrimo, pero nunca se sabe si es lo uno o lo otro. Una Revueltería en mi barrio es una tienda en la que venden fruta, verdura, en suma, un poco de todo, un revuelto de cosas. El revuelto también son ingredientes para la sopa, los potajes o los caldos de olla en general, le decimos así porque se hace todo junto y revuelto. Alguien, alguno llamó a nuestra forma de hablar ‘parlache’ como si necesitara nombrar para existir. El lenguaje, cualquiera, es la construcción del mundo. Por ejemplo acá algunos no dicen vigilante, dicen guachiman, que es una mezcla del inglés watchman, pero le introducen todo lo despectivo que puede provenir de la palabra indígena huaccha o guache, que quiere decir pobre. Le decimos gallos a los gadgets y de ahí las frase: ‘engallar’ el computador, el carro, el apartamento, una fiesta con todos los gallos. Le decimos golosa a jugar rayuela, pero a mi me parece que es al contrario, que los otros le dicen rayuela a jugar a la golosa. Tetificamos a la mujer pero no es un mal exclusivo de nuestra sociedad. Decimos arrastraderas a las chanclas porque se arrastran al caminar, decimos nochero a la mesa de noche porque es para eso, para la noche, levantadora al camisón porque ayuda a levantarnos pese a la somnolencia. Nosotros no freímos nada, fritamos yuca, plátano y pescao. No tenemos el lenguaje limitado a la exclusividad de un diccionario. La obediencia comienza acatando las reglas ortográficas. 


Claudia Jaramillo es cofundadora y Editora Adjunta de Revista Perro Negro en Madrid. No sabemos si esté de acuerdo con su descripción, pero es madre, poeta, escritora y diseñadora. En ese orden