Por Claudia Jaramillo

El suicidio es un tema de lo que nadie habla pero que sí ha sido abordado en el mundo de las letras; desde el Fedón de Platón hasta Schopenhauer, Camus y Cioran. Nuestra editora adjunta en Madrid medita sobre el impacto que deja ese premeditado acto último, y lo hace abordándolo desde lo personal hasta lo literario


El 5 de abril de 1994 yo tenía 16 años, ya estaba en la universidad y me acababan de quitar los brackets, ese mismo año me pusieron gafas, como si tuviera que superar otro nivel en un pésimo videojuego, en aquel año yo era invisible para mis compañeros carrera, para mis padres, para cualquiera. Ese día no recuerdo que andaba haciendo, pero sí me acuerdo que el 8 de abril Kurt Cobain estaba muerto. Era viernes y para nada ‘era mejor quemarse que desaparecer’. Nada era mejor que eso.

El primero que conocí se llamaba Juan, tenía 15 años y se mató porque sus padres no aceptaron su homosexualidad. El último fue Matew, políglota, músico, escritor y nadie entendió por qué. El suicidio es esa cosa que le pasa a personas y esa cosa nunca ha salido de mi cabeza. No tengo razones para matarme y si lo pienso realmente, muy pocas para vivir. ¿Por qué hay personas como yo? No sé, pero desde que era niña me ronda la palabra que nadie quiere decir.

El suicidio deja una onda expansiva que afecta al que toca. Me gustaría no pensar en la piedra atada al cuello, en la soga al techo, en cuál veneno, en qué puente, y la bala…

La tristeza es un animal de compañía y se arrastra por los traumas a un precipicio sin nombre. Cuando caminas en la oscuridad todo son tropiezos, ¿quién ayuda a un niño que no sabe pedir ayuda o a un adulto que grita por dentro?

Hay síntomas escondidos en matices sociales difíciles de descifrar, puede estar detrás de una borrachera o detrás de un ataque de euforia que te mata de risa. No siempre es depresión o desamor o por baja autoestima. No todo en la vida es plata o fracaso, lo demuestran Woolf, Caicedo, Celan, Parra, Foster Wallace, Pizarnik, Storni, Plath, Hemingway, Zweig; nadie supo ver la tristeza, el desasosiego, el agua, la soga, el veneno, el puente, la bala.

No hay nada en la literatura de José Asunción Silva que presagiara su final, fue a visitar a un amigo médico y le dijo que le dibujara el lugar exacto del corazón, fue a su estudio y se disparó justo ahí. La literatura Virginia Woolf es una manera de decir adiós, un día dijo que se iba a dar un paseo, se llenó los bolsillos de piedras y se adentró en el río, lenta pero segura. David Foster Wallace se ahorcó en la cima de su carrera, su tristeza era mayor que su fama. Toda la literatura de Alejandra Pizarnik es una carta de despedida, un grito de auxilio, el anuncio de que algo sucedería, pero no se sabía cuándo. Hasta que pasó.

Puede ser asistido, siempre y cuando no tengas 16, una bonita sonrisa y ninguna enfermedad terminal. ¿Acaso no es la vida una enfermedad terminal? A veces la vida es como la piedra de Sísifo, una carga, un absurdo y no todos tienen un dios refugio, una familia colchón o el coraje de arrojarse al olvido con Madame La Mort.

El suicidio deja una onda expansiva que afecta al que toca. Me gustaría no pensar en la piedra atada al cuello, en la soga al techo, en cuál veneno, en qué puente, y la bala, ¿de qué calibre?, el gas, las pastillas, esa ciudad magnética, en trenes de alta velocidad, en no dejar rastro y no herir a nadie. Pero la onda suicida deja un rastro que mancha todo lo que toca, como el rey Midas.


Claudia Jaramillo es cofundadora y Editora Adjunta de Revista Perro Negro en Madrid. No sabemos si esté de acuerdo con su descripción, pero es madre, poeta, escritora y diseñadora. En ese orden.

Literatos suicidas en la foto, de derecha a izquierda primera hilera: Yukio Mishima, David Foster Wallace, José Larra, Stefan Zweig. Seguda hilera: Alejandra Pizarnik, Ernest Hemingway, Cesare Pavese, Virginia Woolf. Tercera hilera: Pedro Casariego Córdoba, Arthur Koestler, Gabriel Ferrater y Vladimir Maiakovski.