Un texto de Joaquín Tapia Guerra

Fotografías de Iván Canelas Lizárraga


Werner Herzog ha venido a Bolivia para hacer una película. De paso, ha dado dos charlas magistrales, el 7 de abril en Santa Cruz y el 11 en La Paz. Durante estas charlas no ha revelado nada acerca de la película, excepto lo que ya se sabía por los periódicos: que el título será Sal y fuego, que la parte de Bolivia se filmará en el Salar de Uyuni, que el productor del equipo boliviano es Diego Mondaca, que este último convocó, para colaborarle, a la productora paceña Color Monster y que, junto con otras cuyo nombre Herzog no recuerda y entre las cuales se encuentra su penúltima, esta película también será protagonizada por una mujer.

Por lo demás, este acontecimiento ha sido más bien una fuente de dolor para aquellos envidiosos que no fuimos llamados a trabajar con él, de latifundista intento de reinvención, para otros, sobre algo que ya hace tiempo se ha acabado de conocer, y que, a la merced de la pluma periodista, tan aburrida y paradójicamente desinformada, no tiene más remedio que enrojecer como un gringo bajo el sol de Uyuni o un señor ya viejo en una sala cuya primera fila está plagada de reservas para los leguleyos.

¿Qué puede significar, entonces, su visita? No estoy muy seguro. Quisiera poder decir que conozco sus películas más allá del Woodcarver Steiner; seguramente la mayoría no sabe decir más que Grizzly Man, pero por algún motivo a nadie le gusta admitir que no conocemos a plenitud el trabajo de Herzog, menos aún que su nivel es inconstante y a veces simplemente malo, como es el caso de su última película (con protagonista femenina): Queen of the desert, que hace recuerdo de los delirios seniles de Jorge Sanjinés en sus dos últimas películas, Insurgentes y Juana, guerrillera de la patria grande.

Cuando recién estaba conociendo a mi amigo y colega Miguel Hilari, y, cenando una noche en su casa, he visto un azulejo con grabado de Klaus Kinski en Aguirre, der zorn gottes, debo admitir que he sentido más simpatía por él. Por Miguel, quiero decir. La película es increíblemente buena y cuando he tenido oportunidad me la he comprado ya no en pirata sino en original. Así es que sí, Herzog es sinónimo de buen gusto para mí, y su visita a Bolivia nos ha traído gran emoción. Es toda la pavada que se armó a su alrededor la que nos angustia y nos deja un sabor amargo como aquel que Tracy Austin le dejó a David Foster Wallace, o algo bastante parecido.

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Durante la charla que dio en La Paz, Herzog habló de que no le gusta la costumbre que tienen los cineastas de quejarse. Recuerdo cuando Pedro Costa hablaba de que, al ser autofinanciados, sus rodajes no tenían límites, y es verdad que en comparación nosotros los bolivianos interpretamos esa misma situación más como una derrota o una conspiración que como un motivo de aliento. También habló de que un rodaje sin sorpresas, sin vida, jamás puede llegar demasiado lejos; dijo que él mismo, a esas alturas, se hallaba reescribiendo el guión de esta nueva película, y que por eso mismo no podía decir mucho más al respecto, salvo que esperaba encontrar lo que iba a ser la película en medio de hacerla y de montarla, y que en este afán él prometía dar todo lo que estaba dentro de su alma.

Tanta honestidad no puede sino devolvernos al caso de Tracy Austin. En su ensayo How Tracy Austin broke my heart, Foster Wallace explica que había algo de extremadamente ingenuo y honesto en las respuestas de la tenista Tracy Austin a sus entrevistadores. Algo del deportista que es escupido hacia el mundo cuando es todavía demasiado niño y que por consiguiente tiene respuestas verbales de lo más monosilábicas y trilladas, pero, por auténticas, al mismo tiempo estremecedoras. Cosas del tipo: «tengo que esforzarme», «cuando juego sólo pienso en la bola» o «hay que entrenar mucho para ganar».

Pienso que hay algo de esta misma honestidad ingenua en las películas de Herzog. Esa honestidad que es capaz de hablar con clichés pero sin mentir, la misma que le permite poner efectos sonoros del latido de un corazón en el inicio de momias secas en una cueva en Nosferatu, por ejemplo, y que en otro contexto resultarían insoportablemente empalagosos. Casi el mismo caso en las partes de Cave of forgotten dreams, su película en 3D, en las que la cámara se abandona a mirar las pinturas de las cuevas y las cuevas mismas, y lo único que se oye son los ruidos de esas cuevas y más tarde el latido, obviamente extradiegético, de un corazón. Lo mismo con sus decisiones musicales en The wild blue yonder o The white diamond, por ejemplo, donde los comentarios que me han compartido al respecto siempre han sido algo de la guisa de: me gusta harto la película pero por qué tiene que poner esa musiquita.

A mí me gusta la música que utiliza Herzog y su manera de utilizar esa música. Algo que sí me escandaliza un poco es, por el contrario, su estilo tan marcadamente prescriptivo al momento de hacer documentales, quizás.

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Camino a la charla de Herzog, tres horas antes y dispuestos a hacer fila para tener buenos asientos, mi amigo Simón y yo hablábamos de las películas que habíamos visto y él me contó que acababa de ver Encounters at the end of the world, un documental que Herzog había hecho en la Antártica. Simón me decía que le había asustado mucho encontrar entrevistas en las que los entrevistados hablaban demasiado lento, largo y sin llegar a nada, y en las que, sin cortarlas, Herzog había decidido bajar el volumen del sonido directo para hablar encima de aquellas personas para, digamos, resumir lo que decían. «Yo me sentiría mal si viera que Herzog me ha hecho eso a mí», decía mi amigo.

Lo que la gente no puede entender fácilmente es que para llegar a tener cualquier tipo de observaciones, uno tiene primero que hacer a un lado el mito tan censurador que siempre se construye alrededor de las grandes figuras, y que a menudo impide que la gente pueda ver y pensar serenamente sobre el trabajo de otra gente. No creo que nadie haya podido escuchar serenamente a Herzog durante su charla en La Paz. Cada pregunta que le hacían estaba precedida de ensimismamientos fatales y puras ganas de hablar de lo que los propios interrogadores hacían en su trabajo y lo que para ellos significaba ver a Herzog.

No obstante todo esto, cuando se estrene Sal y fuego, vamos a ir al cine a verla con emoción, vamos a descargarla del internet sin pagar ningún tipo de honorario, porque así es como se ven las películas aquí, vamos a hablar de qué nos ha parecido la película por algún tiempo, y después vamos a pasar a otras cosas, porque amamos las películas de Herzog, pero no tanto como las de Reygadas.