Por Jorge Ramírez

En este breve ensayo se desglosa no sólo los orígenes mismos de nuestra ficción a partir de la traducción en el siglo XII de Disciplina Clericalis sino también se arguye que la prevalencia y sofisticación del cuento en la ficción latinoamericana ha subsanado la timidez con que se ha escrito en castellano, inclusive hasta hoy día, sobre filosofía e historia

Últimamente lo breve es ya de rigor. Vivimos en un mundo de trinos, aforismos y epigramas. Lo conciso ya ha reclutado miles de millones de personas en todo el mundo. Si ha habido alguna época en que lo breve haya reinado, es esta. Los 340 millones de usuarios activos de Twitter es prueba de ello. Y ¿qué del creciente número de escritores de pocas palabras? Podría decirse que su avale empezó al comienzo del milenio cuando Augusto Monterroso recibió el Premio Príncipe de Asturias en el año 2000, lo que significó el reconocimiento de las academias e instituciones encargadas de distribuir méritos y repartir premios. Pero no es sólo ésto lo que cuenta, ya que influyentes círculos culturales han cultivado con cariñosa parsimonia la narrativa breve, acaso porque en ésta se bordea caprichosamente los terrenos de la poesía, la ubicua compañía de quienes gustan pasearse por las vías paralelas. 

Por centurias el castellano fue cauce por el que circularon relatos del latín, árabe, hebreo, catalán, gallego, euskera y griego. En particular del árabe, se tradujeron se tradujeron tratados de medicina, matemáticas, geografía y también obras literarias que fascinaron a los primeros lectores y abrieron nuevos horizontes a las letras de la península ibérica. Entre aquellas traducciones memorable cabe mencionar Disciplina Clericalis o, en buen romance, “Enseñanza de doctos.”  Esta colección de cuentos de origen oriental fue traducida y compilada por Pedro Alonso, un judío convertido al cristianismo, nacido en 1106 en Huesca, Aragón. Según Ramón Menéndez Pidal, a quién debemos la presente información, todos los novelista de Europa tomaron de la “Disciplina” para desarrollarlos por cuenta propia, lo mismo los autores oscuros y los anónimos que lo más famosos de España, de Italia e Inglaterra: Don Juan Manuel, Juan Ruiz el Arcipreste de Hita, Boccaccio y hasta Chaucer, todos son deudores de Pedro Alonso en temas novelísticos. Y son deudores en algo más, en el sesgo que dan al espíritu moralizador. 

No obstante esta larga historia del cuento en lengua castellana, su devenir ha sido bastante discontinuo y desigual, por lo que muchas de las tempranas adquisiciones de la lengua se perdieron u olvidaron en el aluvión de los siglos. A veces se tiene la impresión de que el cuento ha tenido que ser reinventado varias veces.  

En relación a la narración breve, a pesar de tener de una herencia en común, lo latinoamericanos y los españoles escogieron caminos que se bifurcaron. Aquellos, una vez obtenida la independencia política, comenzaron a seguir los modelos franceses con pasión juvenil. El primer medio siglo de vida republicana, o lo que así se llamaba, se despilfarró en guerras civiles o en trifulcas caudillistas, pero esto no fue un obstáculo para que en círculos literarios se fuera debatiendo las posibilidades de una literatura democrática que reflejase tanto al pueblo como a la naturaleza americanos. El matadero escrito en 1838, del literato argentino Esteban Echeverría (1805-1851) puede considerarse como unos de los frutos más logrados de aquellos apasionados debates, no solo por las innovaciones que aportó a la narración breve sino también el establecimiento de una tradición que cristalizó en la literatura costumbrista, a la cual también hicieron importantísimas contribuciones el chileno José Joaquín Vallejo (1811-1858), el peruano Ricardo Palma (1833-1919) y el colombiano José María Vergara y Vergara (1831-1872).

Una vez que las noveles naciones adquirieron un relativo grado de estabilidad política e institucional, tanto la clase dirigente como las élites culturales se plantearon el problema de cómo insertarse en el sistema capitalista mundial, entonces en plena expansión. Esa articulación de la civilización creada por la burguesía Occidental se dio al precio de una crisis mortal en el sistema de valores del régimen colonial, que había sobrevivido a pesar de las guerras de liberación. En esas inestables circunstancias, fue aflorando una nueva generación de escritores que expresaban una sensibilidad nueva, galvanizada por las discrepancias del materialismo de la civilización moderna y los valores estéticos defendidos por los artistas. 

En esa efervescente atmósfera fueron apareciendo los cuentos de Rubén Darío (1867-1916), Gutiérrez Nájera (1859-1895) y Horacio Quiroga (1878-1937).  Tras Quiroga el cuento conquistó, junto con la novela y el ensayo, un puesto de primer lugar entre los géneros cultivados con mayor esmero por los escritores latinoamericanos.

No seríamos los últimos en afirmar que el pensamiento latinoamericano ha tardado demasiado en entrar a la especulación filosófica e histórica, acaso por timidez o por temor a meter las patas en un terreno considerado europeo por excelencia. Ahora bien, este vacío en nuestra tradición ha sido cubierto por el cuento. Piénsese en El Aleph de Jorge Luis Borges y En verdad os digo de Juan José Arreola o El cielo boca arriba de Cortázar, en los cuales el tema de la historia asume la forma del tiempo, el tiempo circular o el tiempo cíclico o hasta de los tiempos paralelos. Todos ellos transmutan nuestra percepción y disparan innúmeras posibilidades de interpretación del fenómeno humano. En Arreola, con un truco técnico, se logra burlar un dictado divino, permitiendo de esa manera que hasta “los ricos entren en el reino de los cielos” transformando así el orden del universo planeado desde la eternidad; con esto se transforma el sentido de la historia tal y como la hemos concebido. 

Tenía razón Augusto Monterroso cuando, al recibir el Premio Príncipe de Asturias de Las Letras, expresó que a pesar de todas las vicisitudes que ha sufrido el cuento “generaciones va y generaciones viene, pero el cuento siempre permanece.” Quizá esto se deba a que el relato breve tiene una sorprendente similitud con la parábola de origen Oriental, la cual en un espacio muy reducido permite describir “el hondo dramatismo que encierran las existencias cotidianas de hombres y mujeres…”, pero además, la necesaria delimitación a que somete el cuento el flujo de la prosa, hace que la obligada economía de la palabra tienda a asumir la forma de una demostración filosófica o un razonamiento poético. Sin embargo, es precisamente esta tensión entre forma y tema lo que hace vibrar el texto de sentido y belleza. ■