Por Sergio Sotelo

Qué mejor manera de concluir otro año aciago y bizarro que leyendo a alguien cuyas reflexiones son un placer intelectual, estético y lingüístico


Lo último que me preocupa ahora es que mis pensamientos sean originales o no. Por eso que apenas sí trato de evitar que mi cabeza vuelva y retorne a ciertos lugares comunes, pivotando entre la complacencia y un calculado abandono. Ojalá fuera capaz de escribir como siento las cosas. En la manera como me vienen al corazón, y sin adverbios de tiempo. Nunca me había sentido tan cómodo en la alternancia como me he sentido en estas semanas de inmovilidad forzosa; pensando hoy esto, y mañana aquello, confortado por la idea de que para la cortedad de nuestras vidas, y lo menesteroso de mi imaginación, basta con el espacio que se abre entre lo uno y su contrario. No doy más de mí; ni aspiro a tanto. Hoy me he levantado temprano, con la energía que me faltó ayer, confiado a medias en mis posibilidades. Sin más dilación que el tiempo que me ha llevado prepararme una infusión amarga de genciana y citronella, me he aplicado al cuento de siempre, aunque sin expectativa de progreso ni de resolución. Solo después de tomar café con agua de coco y leche descremada, casi dos horas más tarde de salir de la cama y todavía en ayunas, mediada para entonces la lectura de los periódicos del día y de un boletín que me quedó pendiente de leer desde hace dos domingos, he sabido por fin —lo que es un decir, o una forma de hablar— cómo ponerme a rebufo de este martes que bien merece figurar en el calendario. Hay una luz plena y cálida en la galería donde está mi oficina, de cuyo disfrute me distrae de repente un sonido metálico que me hace voltear la cabeza. Debe de ser la calefacción, que necesita una purga. Al girarme, a través del vidrio y el vaho de la ventana, veo un perro que corre tras una pelota, con el follaje ocre sobre los árboles al fondo, como queriendo romper la neblina. Si fuerzo la vista, creo reconocer en el césped de Magnolia Field la hojarasca que va dejando un otoño que se parece a los anteriores. Bueno, no exactamente. Hoy hace quince años que me mudé a Nueva Inglaterra, lo que nunca debió ser una circunstancia definitiva. Lo único que me apetece es celebrar mi vida con el primor con el que otros pintan un bodegón. Mi vida, nuestra vida…

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Ha imaginado la escena tantas veces que ya le parece tan real como si la hubiera visto en una película de Tarkovsky o de Assayas. Ocurre en el vagón de un tren de media distancia, ocupado únicamente por dos hombres de mediana edad y un look entre atildado y descuidado. Uno de ellos está sentado en la plaza 1A, en la esquina derecha del vehículo, junto a la ventana. El individuo lee una novela gruesa en edición rústica, cuyo peso descansa sobre una mochila negra que tiene colocada en el regazo. El otro hombre está sentado en el extremo opuesto, el que resultaría de trazar una diagonal exacta. Su plaza es la 44D, la que corresponde también a la ventana. Este segundo hombre está pelando con delicadeza una manzana, en una mondadura perfecta que cae sobre un trapo de cocina que ha extendido encima de la mesa plegable. En una vista cenital, y por más que sea un poco abstracta, la escena le recuerda a las cartas simétricas de una baraja francesa. Esas cartas en las que la figura de las sotas, las damas o los reyes se repiten para poder así ser vistas sin necesidad de girar el naipe. Si se esfuerza, es casi como que siente el traqueteo del tren en su propio cuerpo. Hay un detalle que no logra clarificar en su mente, pero cuya indefinición le proporciona un algo de placer. ¿En qué dirección viaja el tren? ¿Lo hace en dirección norte, de manera que el viajero lector puede ver el paisaje acercarse al voltear la cabeza hacia el cristal? ¿O lo hace en dirección sur, de forma que lo que sería un paisaje en fuga para el hombre de la manzana se convierte en lo contrario? En un destino, en una posibilidad.

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El dos, el tres, el ideal que los antecede, la tensión. Quiero lo que puedo, lo que no me conviene, y de mi celo hago una virtud filosa, una aritmética moral. El segundo, el tercero: ambos bajo la intemperie de esas mañanas remordidas que me conozco tan de memoria. Mañana viernes será una de ellas. Mi alma se cree soberana cuando en realidad es tan solo una pedigüeña violenta, una pobre tirana. Pienso en lo fácil que se ha vuelto todo, al tiempo que busco, entre los rostros de esta asamblea de voluntades mudas, a alguien que me dé la razón. No sé cómo admitir que no soy capaz de contar después del dos o el tres, que no quiero. Me levanto de mi silla Poäng y regreso al backyard para liarme un cigarrillo con el tabaco de picadura gruesa que me quedó de mi último verano en Londres. Fumo abandonándome a la superstición fácil de que, a fin de cuentas, soy yo mismo quien propina los golpes y quien los recibe. Lo otro es ya más arduo: intentar concitar una conciencia carnal que me revele de nuevo que no soy ni la víctima ni el agresor, que no soy sino un lienzo en el que se devela la imaginación de otro. Se me ocurre ahora que el amor propio quizá no sea nuestra única elección. Mastico el humo y me digo que el pensamiento es un estorbo cuando de lo que se trata es de simplemente vivir. Vivir en tiempos infinitivos. Ahí me viene a la cabeza la imagen de un cielo agitado por el vuelo de unas gaviotas que huyen de sí mismas, como si escaparan de una marejada atlántica. El mar es siempre una memoria de familia y una alegría vicaria. Pronto se diluirá la borrasca en mi ojo interior, y entonces todo volverá a ser una promesa intacta. Pienso en mi hijo, en el hijo que fui. El mar, otra vez el mar… El mar en todas partes. El mar en la melodía del tráfico incesante de una avenida en Piura, en Perú.


Sergio Sotelo es Editor Asociado de Perro Negro. Ha tenido varias ocupaciones en la equívoca industria de los contenidos periodísticos, pero lo que de verdad le apasiona es hacer preguntas y hacérselas.