Por Sergio Sotelo

Hay libros que nunca deseamos acabar por esa relación personal e íntima que establecemos con ellos. Nuestro Editor Asociado en Nueva Inglaterra explica por qué lleva quince años leyendo a un autor del panteón de las letras estadounidenses cuya historia y mitología forman parte del paisaje de esa región


Hay un pasaje en Walden en el que Thoreau cuenta muy de pasada que uno de sus pasatiempos era visitar granjas que estaban a la venta en los alrededores de Concord para hacer el ejercicio mental de adquirirlas y seguidamente calcular todo lo que se ahorraba al no hacerlo. La cantidad ahorrada era aún mayor que el precio convenido, ya que al escritor y naturalista le gustaba considerarla no como un ahorro, sino como una ganancia. O mejor dicho, como una nueva ganancia adquirida sin mayor esfuerzo. Con ese juego imaginación, Thoreau iba aumentando su patrimonio sin cesar, sintiéndose tan rico como sus vecinos, gentes emprendedoras que supieron sacar provecho al pujante comercio de la Nueva Inglaterra de las décadas posteriores a la Independencia Americana, para alumbrar una próspera burguesía que aún pervive. 

Quizá no sea ocioso recordar que Thoreau no tenía un pelo ni de loco ni tonto. Hombre trabajador y resuelto, amén de muy hábil con sus manos, Thoreau vivió gran parte de su vida adulta con ciertas estrecheces económicas que nunca se preocupó en solventar del todo. O sea, que su frugalidad no le resultó barata. Aún así, este hijo de un pequeño fabricante de lápices y pedagogo frustrado, tuvo casi siempre muy claro cuáles eran sus prioridades, que no pasaban por el confort de una vida libre de preocupaciones materiales sino por una existencia pródiga en experiencias y acorde a un ideario muy personal. Un credo que compuso bebiendo de fuentes diversas y aceptando sin remilgos la influencia definitiva de algunas personas con quienes se cruzó en el camino, pero cuyo contenido Thoreau siempre se ufanó de haber pensado y repensado por sí mismo. Por cuenta y riesgo propios, por decirlo de otra manera.

Como decía Italo Calvino de Homero o Balzac, el escritor de títulos póstumos como Desobediencia civil aguanta indemne cualquier lectura que se haga de él, torcida o hagiográfica, porque sus textos son tan sugerentes y ricos que ningún lector logrará imponer una interpretación hegemónica de ellos. Su obra es de esas que no se agotan. Prueba de ello es su vigencia y el interés continuado que suscita, con reediciones periódicas. Yo mismo llevo leyendo a Thoreau desde hace más de quince años, sin acabar de leerlo del todo. Walden, un libro que he recomendado con celo evangelista y he regalado muchas veces, es de hecho un título que nunca he terminado. Y no lo digo en sentido metafórico. 

A pesar de que cada dos o tres meses vuelvo a sacar de la estantería la edición de bolsillo de Cátedra que presté de un amigo y que nunca devolví, hay bastantes páginas de este volumen dividido en catorce capítulos que no he leído. Es algo que me deja perplejo, lo admito. Me consta que la sintaxis pesada de Thoreau y su querencia por ciertos mecanismos retóricos lo explican en parte. Walden nunca me ha parecido que se lea fácil, por lo que presumo que solo soy capaz de asimilarlo en dosis pequeñas, intermitentes. Pero ocurre otra cosa más simple, más terrenal: si leo el libro con la deliberación que su autor ponía a sus actos y a las consecuencias que se desprendían de ellos, su lectura me provoca un vértigo tan grande que me siento como si llevara horas subido a una montaña rusa, de la que al final necesito bajarme.

Libro seminal del ecologismo moderno y de la contracultura estadounidense que se empezaría a atisbarse algo más de un siglo después de su redacción, Walden es una reflexión en primera persona con algo de manual para supervivientes que se ha interpretado, al menos canónicamente, como un canto a la autosuficiencia y como el testimonio de un viaje espiritual con numerosos desvíos. Fue escrito en unas circunstancias cuya escala y dramatismo se han exagerado, en las que su autor se retiró durante dos años al bosque para vivir en relativa soledad en una cabina que construyó él mismo, alimentándose de lo que cosechaba en un huerto de autosubsistencia. En realidad, Thoreau siguió frecuentando a sus amistades y acercándose casi a diario al centro de Concord, que dista apenas unos kilómetros de la laguna que fue escenario de este experimento tantas veces emulado por artistas de medio mundo. 

Yo mismo llevo leyendo a Thoreau desde hace más de quince años, sin acabar de leerlo del todo. Walden, un libro que he recomendado con celo evangelista y he regalado muchas veces, es de hecho un título que nunca he terminado. Y no lo digo en sentido metafórico. 

Todos los temas de Walden me interesan, como también me interesa el precipitador que lo hizo posible. Pero si hay un motivo con el que me identifico es con uno muy recurrente en los escritos de Thoreau. Su exhortación al examen más o menos escrupuloso al que uno debe someter todo lo que piensa y siente, para jamás pensar o sentir al dictado de nada. No ya de las convenciones sociales o religiosas, sino libre del peor de los dogmatismos, que es el que muchas veces nos impone el propio ego.

Hace unos años escribí algo que llamé “instrucciones para mudarse a Walden”. Fue uno de esos ejercicios de escritura automática que uno no sabe bien de dónde brotan, cuyo efecto es tan difícil de medir en el momento que lo más probable es que tan pronto como los escribe los descarte. Creí de hecho que esa había sido su merecida suerte, hasta que pasado un tiempo tropecé con ese texto ojeando un blog que después he liquidado. Lo tipeé de vuelta en otro de mis diarios digitales, El pez de hojalata, y ahí ha quedado. Es un texto que trata de exponer, en mi pobre retórica y siendo consciente de la temeridad de querer extraer la pulpa de un tan libro colosal, de qué trata Walden. Dice:

«Es contraintuitivo. Para hacer, hay que empezar no haciendo. O quizá, deshaciendo. Y luego, como decía Thoreau, dedicarse a dos o tres asuntos, pero no más. Hace falta coraje para mudarse a Walden, pero tampoco tanto. Se va uno con sus dos o tres o cuatro cosas –casi siempre, su mejor compañía– y construye luego con sus manos un refugio en el bosque, entre los pinos canadienses, y no demasiado cerca de la laguna…«

Una de las cosas que más me gustan de Walden es que se cierra con lo que el autor titula “Conclusión”, lo que habla de la naturaleza argumentativa y polemicista del libro, y que a su vez ilustra cómo de importante era para Thoreau aplicarse siempre a nuestros quehaceres con la actitud de sacar algo en limpio. Con talante práctico. 

Por más que el discípulo díscolo de Emerson vindicase el placer del momento y la satisfacción que le reportaba dedicarse simplemente a cualquier de los muchos afanes y distracciones que llenaban su vida, ya fuera salir a pasear por el bosque o remontar en canoa el río Merrimack o cosechar unas habas, Thoreau nunca fue un diletante. La vida —nos recuerda— está flechada hacia algo, una diana de sentido y una trascendencia inmanente a este mundo fértil que hay que dilucidar haciendo equilibrios de funambulista en la cuerda nunca del todo tensa que anuda la vida contemplativa y la vida de acción. Un baile imposible de reducir a fórmulas. 

Cuando se habla de Thoreau se suele traer a colación un pasaje donde él mismo explica cuáles fueron las razones por las que fue a vivir junto a la laguna. (…) Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente; enfrentar solo los hechos de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida… para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido”. 

A mí, contrariamente, el pasaje al que me gusta volver es aquel en el que el escritor expone los motivos por los que abandonó la orilla de Walden. Dejé los bosques por una razón tan buena como la que me llevó allí. Tal vez me pareciera que tenía más vidas que vivir y no podía dedicarle más tiempo a aquella. Es sorprendente con qué facilidad e insensibilidad seguimos una ruta particular y la convertimos en un camino trillado. No llevaba allí una semana y mis pisadas ya habían trazado un sendero desde mi puerta a la orilla de la laguna y, aunque han pasado cinco o seis años desde que lo seguía, aún es visible. (…) La superficie de la tierra es suave e impresionable a las pisadas de los hombres y lo mismo ocurre con los senderos que recorre la imaginación. ¡Qué gastadas y polvorientas deben estar las carreteras del mundo, qué profundos los surcos de la tradición y la conformidad!”.


Sergio Sotelo es Editor Asociado de Perro Negro. Ha tenido varias ocupaciones en la equívoca industria de los contenidos periodísticos, pero lo que de verdad le apasiona es hacer preguntas y hacérselas.