Un paseo íntimo por la Feria del Libro de Bogotá, a cargo de Felipe Perea


El azar, la sangre de la vida, aun cuando lo quiera ignorar él nunca lo permite y una de las formas en las que más fuerte se me muestra es con los libros.

No recuerdo un solo día de las últimas cinco ferias del libro en que no haya llovido. Pero hoy el cielo era azul con nidos de nubes blancas. Un día perfecto de esos que Bogotá no acostumbra a regalarme.

Me puse unos tenis porque sabía de qué  iba a tratar mi día: correr. Tenía poco tiempo. Eran las 2 de la tarde. En una hora estaría en la entrada de Corferias y tenía hasta las ocho para recorrer la feria del libro. Encontrar algo que me gustara y buscar dos libros. Tenía que correr.

Hay tres cosas en esta feria del libro que la hacen diferente para mí. Primera, este año no estará Juliana. Segunda, acabo de llegar de viaje y no tengo un peso. Tercera, este año la feria decidió «invitar» a Macondo, es decir, este año el invitado a la feria del libro es seguramente el lugar común más grande que ha dado la literatura colombiana para referirse a sí misma. Este año el invitado es Colombia.

Como todos los años a decir verdad.

Para las versiones anteriores guardaba un poco de mi sueldo o ganancias para este evento, donde luego de recorrer y recorrer pabellones de la mano del azar, algo aparecía, algo con hojas y letras que hacía valer la pena el paseo. Pero es que después de tres viajes seguidos mis ahorros no eran los mejores, con eso en mente llegué a la feria. Pasé por el cajero y me di cuenta de mi situación real. Ciento cincuenta mil pesos colombianos. Ciento cincuenta mil pesos colombianos era lo que me podía permitir para esta feria del libro. Algo razonable me dirán algunos, yo no lo creía así.

Fui a buscar rincón por rincón de la feria hasta encontrar lo deslumbrante y lo barato o lo deslumbrantemente barato. Fui a verificar que el azar me tenía preparado algo. Estaba optimista. Además fui por dos libros en especial. Por una versión en inglés de cualquier libro de Faulkner que no sea The Sound and the Fury o As I Lay Dying. Y fui, con toda la esperanza de encontrar en su última edición La Corrupción de un Ángel, ese era mi trofeo de esta feria, no me iría de ella sin tenerlo.

El buen clima continuó, pagué la boleta con el dolor de no ser más un estudiante y recibir rebajas. Al entrar me enfrenté a las banderas de Corferias, el ruido de un programa de televisión que se trasmitía en vivo, con sus presentadores gritones y varios colegios de niños como público, hacían ver el espacio lleno y hostigante. Es en ese momento cuando se acaba la canción que estoy escuchando en mis audífonos y gracias al azar, o mejor, al reproductor aleatorio, comenzó Rainy Devil de Kousaki Satoru. No podía caer en mejor momento su percusión potente y acelerada. Era hora de comprar.

¿Cómo empezar? Pues como nunca lo había hecho antes:en orden.  Arranqué por el pabellón 1, el de caricatura y diseño gráfico, por supuesto el más concurrido. Solo entrar implicaba codearse con varios jóvenes intentando convencer a sus papás que les compraran algo. Había que esquivar a las personas que salían cargando sus caricaturas aún húmedas de acuarela mal diluida.

Como iba en orden, empecé por los pasillos de la derecha y era como volver al mismo lugar. Ese pabellón nunca cambia. Hasta los letreros parecen ser los mismos y pasar un año guardados en un armario para volver a salir únicamente para la feria. Todo permanece, los mismos caricaturistas exhibiendo retratos de famosos que copiaron de alguna foto de internet. Las mismas tiendas de afiches y botones, da la sensación que todas se reúnen al principio de la feria y les dan idéntica mercancía para que pongan en sus estantes, el mismo afiche de Batman, el mismo botón de SAO, exactos cuadernos de Shingeki no Kyojin. Siempre me propongo pasar por ese pabellón lo más rápido posible, al ser todo lo mismo casi que me lo sé de memoria. Aun así, cualquiera que me conoce desde hace un año, sabrá que una imagen pixelada de Mikasa Ackerman puesta en un pin para la ropa significa para mí mayor tesoro que La Odisea autografiada.

Ese afán con el que llegué, esas ganas de verlo todo en un segundo, el ímpetu por recorrer en orden cada rincón desconocido, murió. Sin darme cuenta, estaba saltando de stand en stand buscando cuál tenía los pines más baratos y con las mejores imágenes. Preguntaba por lo último de Nisekoi, por Kill la Kill, por Bakemonogatari. Estaba descontrolado.

Me presentan la historia de una adolescente japonesa que puede transformar la realidad sin darse cuenta y destruir el universo si se aburre. En un libro en que las páginas están en sentido contrario y además está completamente ilustrado. No entiendo cómo alguien con algo de raciocinio podría preferir leer lo último de Modiano a esa obra maestra.

Mi respiración estaba acelerada, mi ojos enrojecidos y mi mano temblaba intentando meterse en mi bolsillo para sacar todo el dinero y desaparecerlo.

Tomé aire como si fuera whisky y me tranquilicé. Felipe, es el primer pabellón, control, algo más nos está esperando, me dije.

Salí de ahí y rumbo al segundo pabellón, de edición nacional en el primer nivel y de universidades en el segundo.

Como quería pasar el mal trago lo más rápido posible entré al de universidades. Sentía que para entrar a la verdadera feria del libro primero tenía que navegar por el Flegetonte, que no era otro que aquel lugar. Claro que apenas caminé dentro, sentí que hubiera preferido navegar en un río de fuego con sangre hirviendo y las almas de todos los criminales en él, a tener que ver esa patética competencia por el stand más grande o la universidad que más libros había publicado al año. Era como una plaza de mercado donde toda la mercancía estaba podrida.

—¿Otra vez vas a escribir mal de las universidades?

ち(chi) me interrumpe vía Whatsapp. ち estaba en clase y no podía venir, tenía muchas ganas por lo que me pidió que le contara. A ち le gusta regañarme y también le gusta leer lo que escribo. Hoy es la última clase de ち, también es su última semana en Bogotá.

—¿Cómo supiste que justo estaba en el de universidades?—Respondí.

—Tú siempre dices que universidades es la peor parte y exageras, pero al final siempre te metes ahí.

—Solo es una ojeada rápida, tengo que pasar esto para hacerme el profesional y escribir sobre TODA la feria.

—Hahaha! Ay, Felipe «el profesional», estoy segura que estás ahí mirando todo con disgusto y no has tocado ni un solo libro.

—No toco libros con portadas tan feas.

—Deberías darle una oportunidad al menos a alguna universidad, no se sabe…

ち tenía razón, era hora de dejar de criticar y por lo menos mirar dentro lo que ofrecían las universidades. Bueno, la universidad, porque en Colombia sólo hay una universidad, la Nacional. Los demás son simples hermanitos consentidos de ella. Me gustó que lo primero que se ve al entrar son varias mesas con libros, cada una dividida por materias. Pude ir directamente a la de artes y humanidades. Había algunos ensayos sobre pintura y más que nada libros de arquitectura. Los dejé en su sitio y me retiré.

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—¿Algo bueno?

—No mucho, puede que estas secciones le sirvan a las personas que buscan textos académicos o científicos, claro que con sinceridad, uno compra eso si está haciendo una investigación del tema, para lo demás… Internet.

—No hables por los demás, tú nunca has leído un texto científico en tu vida.

—Me leí el manual de mi cámara.

—En fin… ¿Por qué no vas al de tu universidad? Seguro encuentras algo que conozcas más.

Sabía que ese momento llegaría, por puro sadismo y morbo fui al stand de la institución educativa donde pasé parte de mi vida. Tan aburrida y estática como siempre. Un libro nuevo de una profesora se destacaba entre el desierto. Era un fenómeno editorial, un libro universitario bien diagramado, decentemente ilustrado y en resumen, interesante. Un libro que podría estar en alguna de las tantas librerías independientes de Bogotá y venderse muy bien, pero ahí en el stand se enterraría en polvo, un bonito recuerdo nada más.

Pasé al primer nivel del pabellón, por fin: editoriales. Si algo he aprendido de ferias anteriores es la importancia de un puesto que queda justo al lado de la entrada. Ese puesto tiene el título de información, dice «máximo 3 consultas por persona». Es obvio que no soy el único que viene a la feria del libro con algo específico en mente. Hago la cola y cuando llego pregunto por Alianza Editorial, encargada de la edición de La Corrupción de un Ángel. Nada. Este año, como muchos anteriores Alianza no está. Otras editoriales se encargan de traer algunos de sus libros pero eso es todo.

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Ya me lo esperaba. También me esperaba lo que me podría encontrar. Los inmensos stands de las grandes editoriales presentando sus novedades en la parte principal y atrás, como en las vitrinas de los supermercados, las editoriales más pequeñas. Esas que posiblemente solo tengan un libro nuevo y muchos ejemplares pasados por vender.

—No estaba, ¿cierto? —Preguntó ち y pude sentir cómo se burlaba de mí desde lejos.

—Pues no.

—Tú que dices que aprendes mucho de las ferias del libro. En todas tus crónicas te pasa lo mismo. Vas por un libro en especial y nunca lo terminas encontrando. Me parece que las ferias sirven más para descubrir, son vitrinas para lo nuevo. O para lo de siempre pero en nuevas ediciones. Deja el libro que buscas para después…

Esa forma en que ち actuaba como mi conciencia no me era extraña, sin embargo tampoco era gratuita. Ella quería que yo revisara todas las editoriales para luego contarle y ahorrarle tiempo. Yo era nada más que un instrumento. Así lo hice. Los stands de literatura son muy pocos. Está Penguin Random House, Planeta, FNE y Panamericana más algunos otros. Pero esos son los principales. En ellos están todas las editoriales que esos grupos manejan, con ellas sus firmas y sus premios. Como no pude comprar el libro que buscaba era hora de probar las ofertas de la feria, en cálculos, de mis 150 podía gastar 100 y guardar los 50 para Mishima. Por Alfaguara, Aguilar y todo el emporio de Penguin lo único que me llamaba la atención eran los libros de Tomás González. Los de Vallejo ya los tengo. Además estas ediciones no es que subsistan mucho en la memoria por su belleza.

En Panamericana, nada.

El Fondo de Cultura Económica es una editorial seria, sus libros satisfactorios y su librería en la Candelaria, preciosa. Pero en la feria sólo tenían producción propia. Que muchas veces está llena de sorpresas pero esta vez ninguna me logró atrapar. Estaba seguro que en planeta la historia no cambiaría. Tusquets tiene firmas llamativas pero los precios nunca varían. Por lo que comprar algo de ellos en la feria o en otro lugar no hacía la diferencia.

Los libros de Austral me desagradan. Su papel es feo y oscuro. Se dañan muy fácil y están pésimamente cortados. Son tan artesanales como un fanzine.  Sin embargo, este año las tapas venían recubiertas por una mínima lámina plástica, algo que se agradece y estaban acompañados de una promoción para nada desagradable. Sin importar el título, tres de sus libros costaban 50 mil pesos. O lo que es lo mismo, por la compra de dos, el tercero es gratis. Nada mal para una editorial que tiene una infinidad de colecciones. Tiene clásicos, otros que llama básicos y contemporáneos, lo hay de todos los colores y de todas las temáticas. Me rendí ante el poderío de la gran editorial. Mi primera compra.

Kawabata, Lo Bello y lo Triste. Verlo a tal precio era un insulto (o al contrario). Para acompañar llevé a Kenzaburo Oé, Renacimiento. Jamás lo he leído pero es el hombre que le quitó la soledad a Yasunari como el único Nobel de Japón. Para que el combo fuera completo, Flaubert, Madame Bovary. Flaubert, a pesar de ser francés, es sexy.

Algo es algo.

—¿Qué te parece? —Le pregunté vacilante a ち.

Ella ignoró por completo mis compras y analizó.

—Entonces, la feria del libro por lo que me cuentas, es más que nada una feria en que se puede conseguir una pequeña rebaja en el libro de algún nobel, ¿y ya? ¿Te acuerdas esa vez que me llevaste a esa calle por el centro, llena de librerías colmadas de libros de segunda? Si hubieras ido allá… ¿No crees que habrías conseguido esos mismos libros a un precio mucho menor? Tú fuiste hoy a la feria, sin mí(!!!), disque con el pretexto de hacer negocios… pero no veo un beneficio real en lo que acabas de hacer, para ser sincera. —ち siempre es sincera.

—Voy a Macondo.—Respondí fastidiado.

—¡NO! Espérame. Llego en media hora, gástate lo que te queda en algún manga o algo.

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Con libros acompañando mi cámara dentro de la maleta y con 50 mil aún por gastar, fui a buscar a Faulkner en su idioma. El año pasado me había ido bien con las librerías pequeñas que ponían un stand en la parte de atrás de las grandes editoriales. Vendían todo tipo de libros, de diferentes ediciones a precios que por primera vez hacían sentir al público como en feria. Anagrama con sus gringos, Bukowski, Burroughs, Kerouac, ninguno pasaba los 26mil pesos. También Joyce, Mann, Kundera, Proust, todos en menos de 20mil. Esa era la feria que estaba esperando. No importaba la editorial, ni el año, todo era barato, bonito y original.

Pero la suerte, como un conejo que salta en zig zag mientras huye, se me escapaba de nuevo para reírse en mi cara. No estaba Faulkner. Ni siquiera en español. El hombre que García Márquez nombró como su maestro en el discurso del Nobel, no se podía conseguir en la feria del libro en honor de García Márquez. Pero no me importaba en los más mínimo. ち venía en camino y eso ya era suficiente suerte por ese día. En las promociones compré N·P de Banana Yoshimoto, autora que me llama mucho la atención y que 10mil pesos por su libro era posiblemente el primer buen negocio que hacía en mi día de «negocios». Compré un libro para ち y salí a encontrarla.

La tarde se hacía fría y el cielo transformó su azul brillante en un amarillo desleído que terminaba en gris, anunciando la noche, el frío y a ella. Entró y la vi de lejos tan sorprendida como perdida. Era su primera vez en Corferias. Las banderas llamaban su atención. La veía desde lejos mirándolas y estaba seguro de que se preguntaba por qué estaba la de su país ahí junto a las demás. Yo también me lo pregunté. Entre más me acercaba a ella más era consciente de su tamaño: pequeña.

Me deja sin respuestas cuando conversamos, puedo ver sus fotos por horas, pero al tenerla al frente es solo una niña tan pequeña que con un brazo alcanzo a rodearla. ち odia sentirse así.

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Caminé lento, ya de nada me servía el afán o las zapatillas deportivas, me gustaba acompañar esos pasos rápidos y pequeños. Pasamos por debajo de una estructura de madera con un letrero de luces que dice, encendido: «Macondo». Pensé que ち iba a estar más curiosa, al menos que iba a preguntar más cosas pero inesperadamente no hablaba, miraba hacia los lados y luego a mí. No quise enfrentar miradas. Una mujer en silencio fabrica paranoia a su alrededor. Continué hasta la entrada, allí ella decidió como por un impulso ajeno preguntarme:

—¿A qué edad leíste Cien Años de Soledad?

—No sé. Estaba como en décimo creo, en bachillerato. Le regalaron una edición a mi mamá y lo leí. Para una clase antes, me habían pedido que lo leyera, saqué un resumen de internet y me fue bien en la evaluación. El resumen era largo.

—Eres patético… ¿Es verdad que ese libro lo han leído todos los colombianos al menos una vez?

—Sí. Igual que todos los españoles han leído el Quijote, o todos los japoneses se han visto Dragon Ball completo.

—Idiota.

Cuando ち habla se le nota el acento, mucho más que cuando leo sus mensajes. Es tierno, me tienta. Decido mirarla a los ojos por primera vez. Sus ojos son distintos, no solo por su raza, son como gotas gigantes que brillan y se mueven. Me parece que hoy están algo tristes.

—Tienes la barba muy larga.

—No tanto.

—Déjatela. Te ves viejo.

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Al entrar al pabellón lo primero que se ve es una pared anaranjada, en letras blancas el primer párrafo de Cien años de Soledad. Las expectativas comenzaban a bajar. Conocía al encargado del pabellón personalmente, una persona de la que aprendí mucho, pero en las redes sociales las críticas hacia el espacio eran interminables. No creía poder sorprenderme.

Luego del muro naranja se encontraba con otro, esta vez con un mapa de Macondo. Por fin. El mapa ficticio de un lugar de ficción. En la parte superior del mapa se podía leer Yoknapatawpha. Tal vez el único lugar de toda la feria en que se hacía referencia al papá verdadero de García Márquez. Las personas aprovechaban para tomarse selfies con el título del mapa. ち y yo seguimos rápidamente, a continuación un camino en el que en sus paredes eran proyectadas imágenes de la naturaleza y la selva. Era el corredor de entrada para llegar a la parte posterior donde estaban las grandes atracciones, como si de un parque mecánico se tratara. Lo primero que se encontraba era una pantalla gigante con unos ipad al frente. Los niños acaparaban los aparatos que al parecer permitían interactuar con las imágenes de la pantalla y se veían nombres y textos saltar aleatoriamente de ella. No daba tiempo a leer más de dos palabras cuando ya cambiaban las imágenes. En el centro, como atracción principal una gallera.

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La gallera de Macondo estaba construida en madera, en el centro un círculo del tradicional color rojo en el suelo, con tres sillas donde se hacían conversatorios y obras de teatro. Al rededor una gradería de 5 niveles donde las personas se sentaban a escuchar. Cuando pasé al lado pude ver como todos los puestos estaban llenos e incluso habían personas esperando para el siguiente evento. Desde la entrada se podía ver una representación teatral. Un actor representaba a García Márquez y otro lo acusaba de plagiar y haberle robado el tono al Balzac. Habría sido mejor, aprovechando el escenario, una pelea coreografiada entre Pasolini y Vargas Llosa contra García Márquez y Shakira.

A ち le llamó la atención una carpa o tal vez un paracaídas blanco y abierto. Debajo de él muchos juguetes y objetos antiguos giraban y producían sonidos como de caja de música. Las luces con las que los juguetes estaban iluminados originaban sombras que bailaban en la tela de la carpa. ち abrió la cámara de su celular por primera vez. En la esquina opuesta había un cilindro de madera con una entrada, dentro un corredor rodeaba otro cilindro del mismo material con aberturas para meter la cabeza. También había unos pequeños lentes por los que al mirar se veían varias imágenes antiguas pasar una tras otra.  Al asomarse por las ventanas se podía escuchar un acordeón vallenato y se podía ver una mata de plátano con un racimo verde en el suelo. Todas las paredes interiores del cilindro, así como el suelo y el techo estaban recubiertas de espejos, por lo que los reflejos de la mata aparecían en cada ángulo. De alguna forma se había conseguido recrear la selva y el trópico con una sola Musa. Lo más estimulante para mí fue ver la cara de las personas que salían de allí. Entre el desconcierto y la decepción. Luego de tomar una que otra foto con su móvil no encontraban mucho que apreciar. A nadie le importaba la explicación tan simple y precisa que se había encontrado de ese cliché que todos llaman realismo mágico. Sin querer escuché a una señora saliendo y preguntándole a su acompañante ¿Y esto qué tiene que ver con «Gabo»?

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También había una línea de tiempo con mesas en las que entre cartas, libros y documentos se explicaban los viajes que García Márquez realizó en su vida. No la leí completa.

ち se paró debajo de unas campanas metálicas en las que la persona que se introducía podía escuchar algún fragmento de las obras del nobel. Yo no entré, me quedé tomándole una foto mientras ella hacía un esfuerzo enorme por poder entender el español que el parlante le susurraba.

—Entra, entra, creo que este es de El Amor en los Tiempos del Cólera.

—Tú qué sabes, nunca lo has leído.

—Está bien, pero es que tienes mala cara y tú me dijiste que te gustaba ese libro…

—Es el único de García Márquez que parece escrito con la intención de que lo lea una sola persona, alguien en especial. No es como los demás, puros «relatos universales».

—¿Eso no fue lo que dijo Pasolini?

—No, Pasolini decía que Cien Años de Soledad parecía escrito por un guionista de telenovela. Lo cual es cierto. Claro que como guionista García Márquez es igual de patético que Pasolini como novelista…

—¡A ver! Tú qué has leído de Pa…

—Bueno vámonos, ya me aburrí.

—Terminé la discusión interrumpiéndola y salí huyendo antes que aceptar que el envidioso era yo porque se me adelantaron a adaptar a Sade.

En la salida había una librería. Con los mismos libros que estaban en cualquier otro stand de la feria, las múltiples ediciones de la obra del costeño de Aracataca. Libros de su amigo Mutis y de otros autores colombianos así como de autores que supuestamente habían sido influenciados por su obra. Se podía encontrar a Murakami, Kundera, Poniatowska y hasta Vallejo.  Antes de salir había un puesto de comida caribeña, ち se compró unas bolitas de plátano que de seguro estaban muy ricas porque no me quiso dar ninguna.

Era ya de noche, la feria terminaba por otro día y el público marchaba a pasos cansados hacia la salida. Me quedaban 1000 pesos. Ese era mi presupuesto para el pabellón Otaku. ち me odió con su alma en ese momento. La arrastré emocionalmente con mi mirada de cachorro y pude comprar algo que todo lector necesita. Separadores de páginas. Compré dos con lo que tenía. Uno de Kill la Kill maravilloso y que seguro mi primito no tardará en robar y otro con todos los personajes de Bakemonogatari desnudos. Alucinante. ち no podía creer que en el mismo lugar donde yo estaba comprando vendían calendarios que decían «I

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Felicité a las vendedoras por el calendario y les dije que era todo un manifiesto. Unas niñas de pelo de colores se le acercaron a ち pidiéndole un foto. Al parecer no soy el único con una fijación por las orientales.   Ya en el taxi de regreso ち me recriminó por ponerla en situaciones tan vergonzosas. Me da alivio pensar que a ella no le gusta bailar porque ahí habríamos tenido problemas. Hacía frío y el tráfico bogotano prometía un largo regreso. En mi mente todavía estaba esa selva de reflejos, el verde de los plátanos y el vallenato, todo junto como el sancocho en un espejismo real.

Me gustó tanto que cuando volví a la feria quise entrar sólo por volver a ese lugar. Lo hice el último fin de semana de la feria. Las colas le daban tres vueltas a Corferias y a los pabellones. Dentro de Macondo el calor era tal, que parecía que habían recreado perfectamente el clima tropical. Me desesperé y salí de ahí sin antes percatarme que el único rincón que me gustó llevaba efectivamente el título de «Espejismo» como el vallenato de Diomedes. Si en el taxi hubiera sabido que la feria iba a estar así de llena el fin de semana y que lo único memorable fue el robo de una de las primeras ediciones de Cien años de soledad, no habría vuelto.

ち se recostó en mi hombro y cerró los ojos. En la radio un periodista deportivo decía que James Rodríguez era el tercer mejor jugador del mundo después de Messi y Ronaldo. Me reí del comentario ridículo, risa que habría de repetir al otro día en la gallera de Macondo cuando un profesor de historia dijo que Cien Años de Soledad era la novela más celebrada de Latinoamérica y del mundo.

ち seguramente sintió compasión de mí y me puso uno de sus audífonos para que escucháramos lo mismo. Sonaba Miles Davis. Nos dormimos durante el trancón.

No sabía lo duro que iba a ser para mí ver las maletas de Chiharu (ち) hechas y su apartamento casi desocupado. Al menos todavía estaba su sillón gigante y súper cómodo donde siempre me quedaba dormido viendo televisión. Me dijo que no quería irse, me dio un beso y de su maleta sacó un libro blanco, en su portada había un círculo rojo dividido en cuatro partes, faltando la superior derecha, en cambio del centro surgía un ala dorada. En letras negras, grandes y en negrita la palabra Mishima.

Era la última edición de La Corrupción de un Ángel. Libro que había estado buscando todo el día. Desde finales del año pasado me había propuesto leerme, sin interrupción, la tetralogía final de Yukio Mishima.   Terminada el mismo día en que se suicidó, traducida por Alianza en su última edición. Unos libros de fondo blanco, portada minimalista, con el apellido del escritor más grande que el título del libro. De un papel muy fino propenso a doblarse en las esquinas. Esa edición tiene sobre mí un extraño atractivo que me dan ganas de tenerla toda, completa. Leída. ち lo sabía y sabía también lo mucho que he buscado esos libros por las librerías bogotanas. Me regaló el último. El que más quería y el más difícil de conseguir. Lo tenía en mis manos y sentía ese deseo de repugnante de colgarlo cual obra de arte. Cuando le agradecí, de recuerdo le entregué el libro que había comprado para ella. Cien Años de Soledad, edición de Jacques Joset. No había comparación, pero podría ser que el rumor fuera cierto. Que ese libro es un recuerdo/recuento de Colombia. Podría ser que lo que para mí es una mentira, para ち resulte realidad. Espero que cuando ella lo lea, allá en Nagato, haga el mismo gesto de cuando miraba las sombras de los juguetes de Macondo, bailando sobre la tela blanca.

Me acosté en el sillón y puse los dos libros en una mesa cercana. Cuando ち terminó de bañarse se acostó a mi lado y con los pies, sin darse cuenta, tumbó los libros. Nos pusimos a ver el capítulo de Ouran Host Club donde parodian Alicia en el país de las maravillas, hasta que ella quedó dormida.

Volví a mirar los dos libros ahora en el suelo, iluminados únicamente por la luz parpadeante del televisor. Estaba seguro que cuando terminara de leer esa novela ella no iba a estar más conmigo. Lo más cercano que iba a estar de Japón por ahora estaba en esas páginas. Dicen que leer es como viajar, yo espero que sea como vivir.