Hay obras de arte que nos cautivan subrepticiamente y según nuestro editor asociado en Nueva Inglaterra es posible que esa fascinación que sentimos por ellas se deba quizá precisamente a sus imperfecciones


Hay en la sala 1220 del Museo de Arte de Harvard, en el campus de Cambridge de la reputada universidad, un cuadro que me fascina y al que no me canso de volver. Cuando voy al edificio que hace una década rediseñó el arquitecto italiano Renzo Piano, lo que puede ocurrir cada dos o tres semanas, me gusta mediar mis visitas deteniéndome unos minutos de pie frente a ese óleo. He contemplado el cuadro tantas veces, en días signados por humores y cavilaciones tan dispares, en épocas de razonable felicidad y otras más sombrías, que a veces me resulta difícil referirme a ella como a una misma obra. Igual que mes a mes cambian mi estado de ánimo y mis circunstancias, parecería que con ellos también mudan la energía y la expresión de las dos figuras de cuerpos elongados, a lo Modigliani, que componen Mother and Child

No negaré la mayor, porque es obvio que una pieza de arte posee en sí cualidades que nada tienen que ver con la percepción de quien las contempla, pero a mí hay ocasiones en las que me procura un placer venial el inventariar las cosas nuevas, o contradictorias, incluso, que me provocan una pintura o una escultura que ya he admirado decenas de veces. De hecho, por más que esto sea imposible de llevar a la práctica, siento que los museos y el arte se disfrutan en rigor cuando se los frecuenta seguido. Volviendo morosamente a sus salas y colecciones. Como ya no viajo lo que quisiera, algo así solo puedo permitírmelo con unos pocos museos, como el Prado o el Reina Sofía, a los que procuro acudir cada vez que vuelo a España vía Madrid. O el Metropolitan o el MOMA, a los que siempre regreso en mis visitas más o menos espaciadas a Nueva York.

Nada de lo anterior me rondaba no obstante la cabeza cuando me he llegado esta tarde a la pinacoteca situada a un tiro de piedra de Harvard Yard, el lugar donde se arraciman los edificios y librerías históricas que albergaron originalmente la ilustre institución académica cuya divisa es el crimson, el color carmesí. Mi intención era disfrutar por última vez, antes de que la clausuren a fines de julio, una exposición temporal sobre el rompedor trabajo colaborativo de un taller de grabados contemporáneos de Philadelphia, el Brandywine. Apenas contaba con cincuenta minutos antes del cierre del museo, así que había decidido saltarme mi regular visita al cuadro. Pero voluble como soy, he cambiado pronto de idea para acercarme de nuevo a la sala que exhibe la colección que donó en su día el banquero neoyorkino Maurice Wertheim. 

Aunque su interior estaba más concurrido de lo que me hubiera gustado, a nadie entre la decena de personas presentes parecía llamarle la atención Mother and Child. Agradecido por tener para mí su vista frontal, he hecho el esfuerzo de mirar como si lo hiciera por vez primera este lienzo que no debe de medir más de un metro de ancho por algo más de un metro y poco de largo. Mirarlo con ojos limpios. 

Me han seducido sus azules casi monocromos, que por un brevísimo segundo parecían virar hoy hacia a un verde marino. También, el claroscuro que tensiona tenuemente la quietud de la escena. Me ha seducido el efecto centrífugo de su composición, que desde el detalle de una mano que se siente como muerta, te obliga a buscar un alivio imposible en los márgenes del cuadro. Mientras le tomaba las medidas a los miembros desproporcionados del cuerpo de la madre, me he detenido en la expresión ambigua de los dos rostros retratados, y en el gesto amoroso que conforman las cabezas, la una descansando sobre la otra.

Algo en el conjunto me ha sugerido la estampa de una Virgen y un niño Dios, en una asociación que nunca antes se me había ocurrido, pero la cual he preferido descartar por obvia. 

Ha sido entonces cuando he reparado también en otra cosa que no había advertido con anterioridad. Algo así como una inexactitud entre las expresiones de los personajes, que diría están cambiadas. O confundidas. Creo que hay algo en la pesadumbre del rostro de la criatura que le pertenece a la figura adulta, cuyas facciones evocan por el contrario un sueño distante y ufano. Un algo que le debería pertenecer a la madre. En el esfuerzo de imaginar cómo de profunda puede llegar a ser la conciencia del dolor en un niño de dos o tres años, a quien cuesta suponerle grandes desvelos o sufrimientos, he seguido especulando sobre lo que más me gusta de este cuadro menos conocido de Picasso. 

Se me ocurre que, descontado el motivo y su fuerza expresiva, la obra me gusta precisamente por todo lo que en ella parece estar mal representado. Por todo lo que en ella se antoja alejado de la realidad, o exagerado. Para empezar, nada en el mundo es completamente azul. Las proporciones de los cuerpos humanos, del mismo modo que no son nunca griegas, difícilmente son conmensurables con las formas envolventes y espectrales que sugiere Picasso en Mother and Child. Tampoco la luz se proyecta en un espacio ordinario a través de sombras semejantes, con esa ecuanimidad fastasmal… 

Luego me he preguntado si pintada en un estilo realista o naturalista, como de fotoperiodismo, la obra transmitiría esa sensación de verdad, de presencia. 

Al volver a casa, he hecho lo que rara vez acostumbro a hacer, que es entrar en la web del museo para averiguar los detalles de un cuadro que Picasso pintó durante su etapa azul, entre los años 1901 y 1904 de un siglo cada día más remoto. Según la ficha digital, Mother and Child forma parte de una serie de obras en las que el artista retrató a un grupo de prostitutas con enfermedades venéreas en el hospital-prisión de Saint-Lazare, en París; revisitando en el ejercicio algunos elementos de la imaginería cristiana —esa Virgen y ese Jesús atormentado que he preferido ignorar. El registro también destaca un detalle que, ese sí, no había identificado, y que ahora encuentro bastante evidente. En su rendering de la anatomía humana, Picasso se inspiró en otro pintor español genial e iconoclasta… El Greco. 


Sergio Sotelo es Editor Asociado de Perro Negro. Ha tenido varias ocupaciones en la equívoca industria de los contenidos periodísticos, pero lo que de verdad le apasiona es hacer preguntas y hacérselas.