Por Gunter Silva Passuni


Pocas hemos reflexonado sobre la razón de la popularidad en Latinoamérica de la llamada lucha libre: un espectáculo «popular» que combina la teatralidad, la farsa y hasta la tragedia en igual medida.  Un poco quizás como el continente mismo. Tampoco hay mucha literatura sobre ella, por ello nos complace ofrecerles este cuento de este joven escritor peruano afincado en la capital británica desde hace algunos años   

         

     Apocalipsis los ha derrotado a todos, lleva una máscara negra con el dibujo de una pantera pintada en plata, nadie ha visto su rostro, solo brotan sus ojos negros, la comisura de sus labios y sus fosas nasales llenas de hirsutas cerdas descoloridas. Camina despacio como si en vez de pesados músculos estaría cargando elefantes. Sin embargo, en el cuadrilátero se mueve veloz como una bestia carnívora al acecho de su presa.

       «Campeonato Crucero», dice el afiche amarillento que Pepe lee en la pared. En letras mayúsculas está escrito: lugar, fecha, hora, además de talla y peso de Apocalipsis. Pepe no se detiene en estos últimos datos, le basta ver la foto del luchador, tatuado y con un par de chuzos en el abdomen. La leyenda dice que fue cortado en una refriega en sus años de interno en Maranguita, donde estuvo encerrado por violación. Ofrecen quince mil soles a quien se enfrente y lo venza.

–La lucha libre en Lima –Pepe le explica a su hermano mayor– se ha convertido en un gran negocio ilegal, gracias a las apuestas que hacen los narcos. Circula bastante billete.

El negro lo escucha distante, respira por la boca como un burro cansado. Es grande y fuerte, solían hacer pesas juntos después del trabajo. El verano limeño le dibuja gotas de sudor en la frente, tiene el cabello afro, como resortes que se disparan a todos lados.

—¿Cómo te has enterado?—le pregunta.

—Lo leí en un afiche pegado en un poste de luz.

—¿Estás seguro de que son quince mil?

—Sí.

¿Cocos?

No, lucas.

¿Estará arreglado?

No creo, la lucha es cosa seria.

       Pepe es pequeño y alegre, en cambio el Negro es majestuoso y grave. No conocen a sus padres, pero los une la misma madre, una mujer que se envejece cada día, cada minuto, cada segundo. Le han detectado cáncer de mama. El doctor le dijo que si hubiese acudido al hospital la primera vez que sintió un bulto extraño en sus senos, otro sería el panorama ahora. Ella piensa que las células que la atacan son como las manchas negras que le salen a los plátanos maduros. Una vez que aparecen, la fruta está destinada a ennegrecer, a podrirse.

       «No», contesta el Negro, cuando su hermano le cuenta que quiere inscribirse para retar a Apocalipsis. Lleva consigo una revista, Deporte y Lucha, que se la extiende al Negro y en cuya portada se lee: “Apocalipsis el Grande e Invencible, tres años campeón consecutivo”. En la fotografía posa tensando sus músculos, como si hubiese sido alentado a atemorizar a los lectores de esa revista artesanal, casi clandestina. Sus pechos son dos piedras voluminosas esculpidas como petroglíficos incas. El Negro no comenta, se queda callado, se miran el uno al otro tratando de adivinar sus pensamientos. 

—Yo me enfrentaré —dice finalmente el Negro.

—¿Seguro?

—Sí, con un poco de entrenamiento estoy. A ti te tomaría seis meses conseguir su peso.

—Habrán varios retadores.

—Claro, pero muy pocos con la oportunidad de ganar —dice el Negro mordiéndose las uñas y luego añade —: ¿Se paga alguna inscripción?

—Son diez lucas.

—En dos semanas entonces —concluye y le alcanza un billete viejo y arrugado.

       Quedan cinco días para el torneo. La vida del Negro solo consiste en la lucha libre, el ejercicio y la meditación. Ha dejado de alquilar el coche, un Chevrolet corsa destartalado con el que hacía taxi. El único combustible en su vida es su comida, nada más. Se despierta a las cuatro de la mañana y corre dos horas, en las tardes va al gimnasio que su municipalidad ha instalado al aire libre, muy cerca del mar, donde hace una cantidad colosal de barras, planchas, flexiones y salta en línea recta y aterriza sobre una sola pierna con la rodilla arqueada mientras la gente camina por la arena o se tumba a tomar el sol. Después de sudar se mete al mar y nada cruzando varios tumbos hasta que desaparece de la vista de los bañistas. 

       Por las noches pelea en total secreto y en total silencio con su hermano. En su habitación solo les alumbra una lamparilla con luz azafranada, cuando el espacio se llena de sudor abren las ventanas y se quedan tirados en el piso de cemento.

       En el bolsillo lleva dos inscripciones de cartulina naranja. Pepe no sabe bien por qué se inscribió también en el torneo. Ahora que ya lo hizo, le da vergüenza contarle al Negro. Si se lo dijera, sería como decirle que no tiene confianza en su destreza de luchador, en su físico, en su coraje. Por la mañana le estuvo leyendo un artículo que apareció en El Bocón, un periódico chicha, sobre Apocalipsis. «Deja de leer, la mitad de lo que escriben no tiene sentido, la otra mitad es una tontería», le contestó el Negro. No parecía nervioso, pero frotaba su tazón de avena constantemente con las yemas de sus dedos. Pepe se quedó ojeando los anuncios de putas baratas, chulos charlatanes y chamanes selváticos, que conquistaban desafiantes, atrevidos, la sección de deportes.

       Al día siguiente, Pepe se contactó con Electroshock gracias a un conocido, la gente decía que era el luchador que más cerca había estado de derrotar al Apocalipsis. Vivía por Barrios Altos, le tomó casi una hora en llegar montado en la línea de bus 41. En el restaurante en que se citaron, Pepe comió un sándwich de chancho con cebolla picada y ají mientras esperaba. La carne estaba rígida como un saludo nazi y el café le sirvieron casi frío en un vaso de plástico desechable. 

       Cuando Electroshock llegó, las luces del sol zumbaban a través de los cristales. Bajó la cabeza al pasar por la puerta y una vez adentro se quitó la gorra de béisbol. Era seis dedos más alto que Pepe, sin embargo, parecía un sobreviviente. Había bebido durante dos años y ahora estaba limpio cinco meses. Pidió una soda y la tomó del pico, sus nudillos eran bruscos y su voz bronca. Eructó y luego sonrió. Pepe pudo fijarse en la herradura maltratada que le cubría los dientes de la fila inferior. Dijo que estaba arrojando trozos de madera en la sierra, cerca de Tarma, venía a Lima dos veces por semana a vender los tablones de pino y eucalipto. Llevaba la ropa llena de aserrín y un par de astillas colgaban de su cabello. Cuando Pepe preguntó por el Apocalipsis, hubo un breve silencio. 

—No recuerdo nada —dijo impaciente. 

       Después, levantó la mano izquierda y se la mostró, parecía sostener un trofeo imaginario. Pepe se limitó a observar su mano deformada por la ausencia de dedos.

—No tengo ni idea de cuántos dedos perdí en esa pelea. Sólo recuerdo el dolor, era como una entidad independiente que corría por mis venas.

—¿ Aprendiste algo de esa experiencia? —Preguntó Pepe.

Electroshock no dijo nada, sólo esbozó una sonrisa triste.

         El día de la bronca, Lima parece una puñetera piñata a punto de pulverizarse. En el camerino el Negro está sentado en una banca de madera, reza en silencio, ha prendido una vela misionera y el fuego quema con fuerza la cera, la luz vacilante de la vela agranda los poros en ruina de las paredes, resaltan los pedazos de pintura que se desprenden quebradas como hojas de otoño.

Pepe lo mira desde la puerta, se queda así un buen rato, luego entra y le pone la mano derecha sobre la espalda desnuda, siente su cuerpo formado de músculos tensos, su piel está fría y húmeda.

—Si vuelves hacer algo así de nuevo, te mato —le dice el Negro mientras se sacude el hombro. La mano de Pepe cae al vacío, le susurra unas palabras de aliento y se retira. Al rato, el Negro se siente mal, nunca le ha hablado así a su hermano menor. Se arrepiente, quiere disculparse, quiere abrazarlo, pero ya la puerta está cerrada y rígida como sus puños.

       La arena huele bastante desagradable, a vaho, a orines. Por el altavoz alguien dice que las entradas están liquidadas con voz eufórica y metálica. La multitud agita el aire con silbidos de manifestación. Apocalipsis ya se encuentra en la esquina opuesta del ring, tuerce su torso de lado a lado, se ve imponente, parece más grande que en sus fotos. Pepe piensa que la máscara que lleva lo hace ver misterioso y malvado. El Negro sube y espera parado en la otra esquina, no usa máscara, pero se ha cortado el cabello al ras y se ve exageradamente achiquillado, con cara de bebé. «Si al menos se hubiese dejado crecer los bigotes», piensa Pepe, mientras se seca el sudor de las manos en su vaquero envejecido y sucio.

       La campana repica, y en el acto Apocalipsis lo toma del brazo derecho y lo lanza contra las cuerdas y antes de que el Negro pueda reaccionar le hace un candado que lo tumba a la lona. El árbitro los separa y la multitud grita el nombre de Apocalipsis. El Negro retorna al centro del cuadrilátero y su brazo traza un circulo en el aire, se adelanta y le hace una abrazadera, pero Apocalipsis se zafa rápidamente y le hace una llave al cuello, después le golpea la cabeza contra la lona. El Negro sufre y se retuerce hasta que se escabulle de las manos de Apocalipsis, intenta una media nelson, pero Apocalipsis le golpea en el hombro y lo vuelve a echar a hacía la lona. Cuando el Negro intenta levantarse una patada voladora, lo vuelve a dejar tendido por unos instantes. El árbitro se interpone entre ambos luchadores y el público vocifera, se mezclan insultos y silbidos. El Negro tirado en el suelo se ve impotente, pero se levanta lenta y mecánicamente.

«¡Apocalipsis!… ¡Apocalipsis!… ¡Apocalipsis!», grita la tribuna y alienta y festeja.

       El Negro intenta agarrarlo de la garganta, pero Apocalipsis lo jala violentamente hacia él, su cuerpo parece dispersarse en el entorno como pequeñas piezas de rompecabezas. La multitud grita efervescente desde alguna esquina, pero al Negro no le importa o ha dejado de advertirlo. Cuando Apocalipsis lo ve doblado, aprovecha para agarrarlo de la cintura, lo levanta en el aire y lo deja descender desde lo alto. El negro cae de cabeza y el cuello se quiebra, los espectadores callan y por unos segundos no se oye ni el ruido de una mosca. 

«¡Negro Cobarde! ¡Negro maricón!», grita una hombre desde la platea con voz de cuervo.

       Pepe se lleva la mano a la boca, se levanta de su butaca y desde lo alto mira como un hilo de sangre brota del oído izquierdo del Negro y tiñe la lona y la atmósfera de una pesadumbre roja. El cuerpo del Negro no se moverá más, hay un agitación violenta e involuntaria en el público, un ruido como murmullo de río caudaloso. Sin embargo, Pepe oye los comentarios que suben desde el cuadrilátero como olas de mar embravecido: «No tiene pulso».

       «La velocidad gana a la fuerza –se dice Pepe a sí mismo–. Mientras más grande el tipo, más carne para moler». Sabe claramente que su estrategia es no dejarse agarrar, sabe también que está condenado a ganar. «El coraje y las rivalidades se heredan», piensa. Necesita ganar el dinero con premura para pagar la terapia de su madre y el funeral de su hermano. Cuando entra al cuadrilátero grita con una furia extraordinaria y Apocalipsis observa en sus ojos a Hades, con unos monstruos alados, llameantes y salvajes, tenebrosos y tétricos, que le van indicando la senda hacía la morada de los muertos.


Gunter Silva (Lima, 1977), autor de la colección de cuentos Crónicas de Londres (Lima. 2012) y Pasos Pesados (Lima, 2016). Estudió en la facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Santa María La Católica. Además, obtuvo un BA en Artes y Humanidades. También tiene un MA en Literatura y Creatividad Literaria en University of Westminster.  Ha colaborado en diversas revistas literarias y culturales.

Ilustración Stuart Ruel @StuartRuel