Por Juan Manuel Roca

Qué mejor que un poeta para invocar la imagen y la obra de otro escritor e invitarnos así a su lectura. Luis Tejada Cano, a pesar que solo vivió veintiséis años, es considerado aún uno de los mejores crónistas de Colombia, ejercicio harto útil en un país salvajemente desmemoriado y olvidadizo


Para Alberto Tejada Uribe.

Ayer volví a leer de manera distendida como el ocio que propicia la pandemia, las crónicas del más cronista de todos los poetas de la Generación colombiana de Los Nuevos, y si se quiere del más poeta de sus cronistas: Luis Tejada Cano. Es una buena lectura para confinados por su escritura liberatoria y vital.

Tal vez ni Lao Tse, ni Paul Lafargue, un yerno de Marx que le resultó anarquista, ni Rimbaud (“La mano que maneja la pluma vale tanto como la que conduce el arado”), y ni siquiera Aldous Huxley que señalaba que lo único importante en la vida del hombre son sus horas de ocio, resulten tan subversivos como Luis Tejada a la hora de exaltar el ocio.

Al lado de Vidales, el cronista antioqueño Luis Tejada, comunistas ambos y también ociólogos, fraguó y estimuló una revuelta en nuestras letras por los años veintes, se puede decir que crearon una contra-corriente en medio de la ampulosa y chocolatera literatura colombiana de entonces, una escritura que se solazaba entre la teja y la lágrima.

He vuelto a Tejada y no me cabe la menor duda de que fue un adelantado, un hombre de cromagnon de quienes quisiéramos escribir poemas en prosa o crónicas literarias, que son hermanas siamesas.

Sus crónicas nada tienen que envidiar a las del celebrado español Julio Camba de La ciudad automática. Más bien, por otras vías y otras cabeceras, me resultan aún más poéticas y agudas las de nuestro cronista, aunque valga la pena señalar que por momentos se emparentan en sus sutiles ironías. Dije más poéticas, pero habría que aclarar cómo entendía el asunto de lo poético y lo prosaico Luis Tejada: “Los poetas están adquiriendo un concepto más general y más uniforme del universo; no han dejado, sin duda, de ser sensibles al valor poético de la rosa, pero principian a ser sensibles al valor poético de la zanahoria”. Esta idea por muchos años me animó a llevarle a una novia o a una que estuviera en trance de serlo, en vez de una serenata o de un ramo de rosas, un buen manojo de zanahorias. Es una prueba reina, me decía.

Si se espanta, si me echa o me mira con desprecio, es una mala señal. Señal de que habrá que tocar a otras puertas. No soporto, en verdad, la insensibilidad poética de estos tiempos, querido maestro Tejada.

Quiero aclarar que no es del todo cierto que la palabra pandemia sea un sinónimo de quietud, de ocio o de apatía intelectual, pues estos días de claustro forzado y no solo por llevar la contraria, me han animado a trabajar y hacer trabajar a la musa en horas extras, debo confesar que muy mal remunerada.

Confesión de parte, no soy de la orden de la Cartuja, pero he descubierto que quizá sea un “amateur” de cartujo que encuentra en la buena literatura una tregua vital. Tengo, como en aquellos viejos claustros, una habitación, una mediana biblioteca, una celda con ducha y un jardín con aspiraciones de huerto. Algo de lo que careció en su corta vida de ascetismo bohemio el andariego Luis Tejada Cano.

GUIÑOS CON Y DESDE TEJADA

Luis Tejada sabía que un verdadero “paraíso es todo aquel lugar en donde no haya que trabajar”. Apreciaba el ocio como un tesoro oculto de la pobre humanidad, como un don natural que ejercitan con furor “el vagabundo, el gitano y el mendigo voluntario” y, qué se va a hacer, algunos grandes aristócratas purasangre.

Huyó de la peste del trabajo en un país que apenas ajustaba las tuercas del laboreo obrero y de la molicie patronal. Ya había desentonado con los repulsivos nacionalismos, con la idea de patria en un país de dudosas y apetitosas fronteras, lo mismo que de otros nacionalismos más peligrosos que un general haciendo mapas.

Sabía que nunca es lo mismo la palabra sombrero para un buen conversador que para un charlador de cafetines. Seguramente pensaba como su suegro que “si los ingleses vuelven a los hombres sombrero, los alemanes vuelven a los hombres ideas”. Mucho de este dulce y lírico aguafiestas entraba en combustión con el país aldeano al que parecía querer como a una muchacha mal vestida, diga usted como a una desangelada chica de tacones gastados y torcidos, una Dulcinea de zapatos que están desahuciados desde la primera postura.

Y ni qué decir del pasmo del poeta-cronista con los que toman como algo anormal que una bailarina se vuelva loca mientras baila y deba salir del escenario al manicomio, como cuenta que le ocurrió a Tórtola Valencia en un teatro habanero. La muchacha, una gitana descalza, enloqueció en mitad de su danza. Y es que estar poseídos por el demonio del baile puede volverse un primitivo tarantismo, una invasión de movimiento irrefrenable, así como la voz de nuestro admirado cronista no frenaba su ritmo, preciso y jugoso, dictado por una forma bien medida de la respiración.

Los desencuentros suyos con la realidad fueron legión, hasta su prematura muerte por tuberculosis a orillas del río Magdalena, el río madre donde había ido a organizar un sindicato de pescadores y braceros. Y no es que solamente a él lo asaltara lo insólito, es que era muy consciente de este país, de cómo llevar el registro de un mundo surreal y contradictorio. Todo lo registraba, “las transformaciones de la madera” o el asombro de ver un ataúd abandonado en medio de un aguacero bogotano sin que nadie se compadeciera y lo entrara a un cobertizo. Esa sola estampa de una capital solemne y triste como un ataúd, le bastaba para señalar el estatismo de una época.

A Tejada le apretaba demasiado el traje gramático y ceñudo con el que se investía un país de fría estatuaria. Era un impaciente. Su cabeza iba de prisa, tal como se dice que caminaba. Lo irritaba la multitud de estatuas de sal, una sociedad donde el porvenir llegaba ya cansado y en un viejo carromato. A esa cultura de fachenda y presunción le oponía el vértigo de un mundo que se abría. Y él, casi un solitario, lo percibía como pocos, mientras algunos pretendían ponerle un corsé de maniquí a una vendedora de hierbas o vestirse con gruesos abrigos porque se enteraban que en Londres empezaban a caer las primeras nieves.


Juan Manuel Roca es uno de esos raros poetas latinoamericanos que no solo son admirados sino lo que es más importante aún: leídos. Ha publicado más de treinta libros de poesía así como también narrativa y ensayo. Ha sido galardonado como periodista, pero es como poeta que ha ganado tres veces el Premio Nacional de Poesía en Colombia y también los Premios Internacionales de Poesía Casa de Las Américas, Lezama Lima, 2007 y Premio Casa de Las Américas de Poesía Americana, 2009. En el año 2014 recibió un Doctorado Honoris Causa de la Universidad Nacional de Colombia.

Esta es la página de Poetry International dedicada a Juan Manuel Roca

La locomotora de Luis Tejada en El Espectador / Dibujo de Luis Tejada por Ricardo Rendón.