Por Juan Sebastián Padilla
Según el filósofo y crítico literario francés Maurice Blanchot, un cuento o relato no es la descripción de un evento sino es el evento mismo. Y para desmontar el mito que todo cuento debe tener un final inesperado, he aquí unos apuntes sobre un relato de la eminente Susan Sontag cuyo orígenes hacen eco de Der Sandmann, una historia insospechada del único romántico con sentido del humor, el alemán E.T.A Hoffmann
La teoría literaria abunda en preceptos para finalizar un cuento: abierto, cerrado, fausto, trágico, con desenlace o natural. Hasta el entuerto del epílogo cabe ahí. Los talleres, tan en boga, de escritura creativa reproducen entre otras plagas el mito de final imprevisto o sorpresivo, según la fórmula, con el objetivo de esquivar lo predecible. Buscando acortar el camino, las tropas de iniciados encuentran su bautizo de fuego en los fetiches cabalísticos: “diez reglas para escribir un buen cuento”, “siete consejos de tal escritor para una perfecta narración”, “cinco consejos para escribir un cuento y no morir en el intento” o “tres claves esenciales para incursionar en el relato”. Todos esos recetarios tienen un punto dedicado a los finales. Y el aprendiz se atrinchera en los recodos de la palabrería erudita y dispara criterios con harta superioridad intelectual: “es un cuento malogrado porque su final carece de contundencia” o “un relato sin giro inesperado es un escueto conjunto de hechos”. Luego se sienta a escribir y no puede.
Pero no voy a revelar la técnica mágica para escribir grandiosos finales de cuentos. No la tengo, claro. Sin embargo, sí propongo un ejercicio escueto e irresponsable para profanar los atributos míticos que le han dado al cuento. O a los finales, más bien. Y me parece adecuado para este ejercicio un cuento que leí hace un tiempo y que me causó, a la vez, asombro y decepción. Lo digo con más puntualidad: el argumento lo juzgo de una genialidad admirable, aun cuando el final sea patético y conciliatorio con la realidad que el relato intenta contravenir. Hablo de El muñeco de Susan Sontag. Anoto que la perorata de la introducción sólo sugiere, como ya lo hizo Bioy Casares, que nadie sabe cómo escribir un cuento. Espero que estas observaciones puedan contribuir a la confusión general.
«…propongo un ejercicio escueto e irresponsable para profanar los atributos míticos que le han dado al cuento.»

Viene ahora la parte más aburrida pero necesaria: contar el final. Imaginen a un sujeto que, harto de la rutina envenenada de todos los días, decide ponerle fin a la situación. Pero no piensen en el suicidio, porque a él le parece una tendencia lamentable. No, la decisión que toma es más astuta: fabrica un muñeco con amasijos plásticos que simulan carne, pelo y uñas. Después de varios ajustes mecánicos y de pintura, el engendro queda tan perfecto que la distinción apenas es posible porque el hombre sabe que es él y que el muñeco es el muñeco. Entonces resta instalar el muñeco en el centro de su vida: irá a trabajar en su lugar, estará casado con su esposa, será el padre de sus hijas, visitará a su madre los viernes y leerá el periódico. Pasan meses y la tarea del muñeco es cumplida a cabalidad. Del muñeco de verdad, quiero decir. O sea, el fabricado, el de plástico. Lo ascienden en el trabajo, la esposa lo ama y las hijas le dicen papá. Como ven, las relaciones humanas son tan mecánicas que un cambio de hombre a muñeco no las afecta.
Hasta que el muñeco empieza a tener comportamientos diferentes y da visos de una “vida propia”. Una intimidad. Excesos de amabilidad con los clientes, fuma menos cigarrillos que su dios progenitor y se enamora de la secretaria. Y por haber encontrado el amor, su Amor, ya no quiere volver a la casa a reunirse con la esposa y las hijas. Así es, el régimen de vida para él que había sido concebido el muñeco le resultaba ya intolerable. El sujeto repite la manida solución y fabrica un segundo muñeco para concederle libertad al primero. Ocurre, finalmente, que los tres guardan felizmente el secreto y siguen el curso de sus vidas. Así termina, sin más.
Dos cosas sobre el cuento. En primer lugar, vemos que Sontag no parece preocuparse por forzar el final, es decir, remató la historia como a ella le pareció que debía terminar; despreocupándose, es evidente, de impactar al lector con recodos excesivos de sorpresa o incógnita. Mucho menos intenta sugerir laberintos de interpretaciones, pues aunque el cuento pueda tener varias lecturas sólo remite a la pobre condición de hombre que vive el personaje. En segundo lugar, y este es el pecado, siento que el relato nos traiciona. Por supuesto, fíjense, cuando el sujeto fabrica el segundo muñeco, uno piensa que cada creación suya será como un Golem que lo traicionará, y entonces la cosa parecerá irremediable, sin salvación alguna. Vendrá un tercer, cuarto, quinto muñeco, y así hasta la derrota y muerte infinitas.
La cosa entonces está en echar a la basura los moldes de yeso o las formaletas de cemento. La escritura no es un tarugo. Tampoco se reduce a las manidas definiciones académicas. Lo único que importa en un cuento es la historia, el resto es literatura. Es más, ante cada cuento el autor se enfrenta al desafío de inventar una técnica, la suya, la que más convenga a esa historia particular que quiere contar. Desde luego, los referentes son importantes, pero es más importante ser valiente.
«La cosa entonces está en echar a la basura los moldes de yeso o las formaletas de cemento. La escritura no es un tarugo.»
Recomiendo dos cuentos similares al de Sontag, Dos imágenes en un estanque de Giovanni Papini y La aldea de los muertos de Kipling. Son dos historias increíbles, pero los finales no tanto. ¿Puede un cuento ser un cuentazo aunque la historia y el final no armonicen en agudeza? Sí.
Juan Sebastián Padilla Suárez es escritor colombiano que ha colaborado en El Magazín Cultural de El Espectador; asimismo, es columnista de los periódicos regionales El Quindiano y La Crónica del Quindío. Y si desean escuchar un audio del cuento leído en castellano pulsen aquí