En caso de duda semántica, nuestro articulista la ha esclarecido él mismo. «Aforismo: bella intensidad de la síntesis, elevación del laconismo, magia del instante, epifanía angosta de la lucidez. Escolio: notas al pie de un texto. El mundo y todo lo que sucede en él, la existencia, es uno. Así pues, escolios de todo lo que pasa -y también de lo que no: incluso la Nada es comentable»


La acción más fundamental en la existencia se llama soportar. Empieza por uno mismo: soportarse es un heroísmo en la medida en que se eviten tragedias individuales y, en mentes extremas y peligrosas, colectivas. Luego viene soportar a los demás, al mundo, al clima. Y a uno mismo ya no en uno, sino en los otros. Soportar que la vida es, sin respuestas, y con más preguntas. Es lo que es y no lo que debería y no lo que deseamos que sea.

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En la juventud nos concentramos tanto en nosotros mismos que no nos queremos parecer al resto; en la adultez, horrorizados y agobiados de nosotros mismos, pretendemos olvidarnos camuflándonos con el resto.

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Nuestro espíritu es tan pobre que cualquier detonación eufórica se toma por refugio. La certeza de la derrota y la futilidad de la existencia nos lleva a las formas más rebuscadas del amparo.

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Es más desafortunado quien dispone del tiempo para descansar y no lo logra, que quien no descansa puesto que no goza del tiempo para ello. El segundo tiene una explicación a su cansancio; el primero un raudal de preguntas que hacen inconciliable e intensa su angustia.

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Podríamos decir que el insomnio es una duración sin contenido, dado que cualquier intento por ejecutar una acción es anulado por efecto del más agotador estado de indefensión. El insomnio nos inhabilita, nos detiene, nos neutraliza. ¿Quién es uno en el insomnio? A lo sumo somos el ser que en el día se oculta, que huye de sí, que se evita entre los deberes y el tumulto. Acaso no somos la imagen que controlamos en el día, sino que somos el ser indomable y angustioso del insomnio. Esas horas cargadas de ingeniosas potestades para engendrar el horror personal nos desnudan: pensamientos incesantes, triviales y trascendentales, ponderables e imponderables, monótonos y creativos, se instalan en la cabeza.  Se suspenden en la oscuridad. El fatalismo gobierna ese tiempo: el humano que yace en su cama es víctima de él. No se puede defender de la capacidad con que aniquila cualquier resquicio de esperanza. Esas horas, la mayoría de las veces acumuladas de otras horas sin descanso, el individuo es testigo de su propia flagelación. Es un espectador que observa la tiranía de una mente que halla las formas más simples -y por eso más crudas- de lesionarse. En el insomnio no hay tregua. El anhelo es el sueño, pero este se burla con su mueca de duración vacía. Saber que la hora del descanso es la hora de la tortura es unas de las tantas crueldades con las que convive el individuo.

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La fotografía representa un instante del individuo, no al individuo.  Pareciera algo de fácil entendimiento, pero en tiempos de la digitalización, donde a toda aparición es exigida un avatar (foto), esto se complejiza debido a la interpretación del usuario. El usuario se imagina al sujeto retratado de acuerdo a la imagen, pero esa imagen no corresponde necesariamente con él: es solo una proyección calculada, en algunos casos; y no premeditada, en otros. Es decir, algunas veces es una exigencia, pero en otros es voluntaria esa aparición; en redes sociales se le llama compartir (en stories, post, tuits, etc.).  Un usuario puede hacer une interpretación absolutamente arbitraria de la foto, dado que ignora el contexto, y el usuario no le da otros elementos de juicio para analizar. Es más: analizar es un verbo pretencioso, pues en las social media no se piensa, se reacciona.

El usuario entonces supone y reacciona a partir de la proyección del otro usuario. Olvida que detrás de esa proyección hay un deseo: el deseo de ser visto, de generar reacción, o de compartir. Así y todo, con precarización de contexto, el usuario supone. Pero olvida que supone, y piensa que eso es, que la foto es, que la imagen es el individuo. Los estados son transitables, su desplazamiento es constante, y por eso es peligroso dejar que uno solo de ellos nos represente, nos deje ante la reacción anárquica de usuarios que jamás se han preguntado esto.

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Aforismo: bella intensidad de la síntesis, elevación del laconismo, magia del instante, epifanía angosta de la lucidez.

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Escolio: notas al pie de un texto. El mundo y todo lo que sucede en él, la existencia, es uno. Así pues, escolios de todo lo que pasa -y también de lo que no: incluso la Nada es comentable. Heidegger y la ontología que hace de ella, acaso magnífico ejemplo-, como lo hacían La Rochefoucauld, Lichtenberg, Nietzsche, Valéry, Gómez Dávila, y tantos otros -Cioran- que encontraban en el discurrir de la vida un pretexto para comentar sus partes.

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La nada no es algo tangible o intangible: no es nada. La nada es la pregunta: la pregunta por la nada. La pregunta por la nada nos ubica dentro de la nada. Así, preguntar la nada es rumiar la nada: estar dentro de la pregunta desde afuera de la pregunta. La nada es estar dentro de ella desde afuera de su incógnita. Es una pregunta metafísica, como explica Heidegger.

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La soledad se prolonga en días e intensidad, parece una convicción injusta con los atenuantes que la rodean. De súbito, una ilusión. La posibilidad de algo compartido: de un desierto, un abismo, de las calles húmedas y silentes de la noche. A este individuo solitario le es muy fácil perder sus armas y mecanismos de protección: está bajo el influjo de la ausencia, el vacío proyecta en él una sola sombra. De suerte que un afecto, por inútil que sea, crea una esperanza. La esperanza deriva de los desdichados. A fin de cuentas, son ellos quienes la necesitan. La racionalidad no es persuasiva, la necesidad de explorar el estado del que se ha privado en tanto tiempo supera prevenciones. A esta debilidad algunos le llaman amor. Alguien -incluso ese mismo individuo- paga las consecuencias.

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La soledad es una mentira: uno siempre termina con uno.

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Ser el médico -el psicólogo, el psiquiatra, el psicoanalista- del paciente más difícil de curar: uno mismo.

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Cuánta dignidad hay en no querer saber más de uno mismo.

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El precio de pasar de la soporífera e insulsa sobriedad a la estridente y explosiva embriaguez: ser peor que uno mismo.

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En su soliloquio metafísico, G.H., el personaje de Clarice Lispector, hace una interesante pregunta al darse cuenta que no es tanto “¿Quién soy?”, sino “¿Entre quiénes soy?”. Nos recuerda ese disfraz que constantemente debemos utilizar, esa máscara pegada a la fisonomía que de tanto usarla termina por representar el rostro, como vomita el rugido de Álvaro de Campos.

¿Entre quiénes somos más de lo que somos en privado? ¿Entre quiénes somos más de lo que nadie sabe que somos? ¿Entre quiénes somos lo que de verdad somos? Me uno a sus dudas, y a la sonrisa solapada de su retórica.

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El problema no es odiarse a sí mismo, de dicho odio surgen meditaciones que sutilmente ponderadas devienen símbolos de la humanidad y sus tiempos siempre execrables: el yo como espejo del individuo de su presente; el problema es quedarse regodeado en el desprecio y la abyección personal, porque entonces emerge la autocompasión, el egoísmo, y la depresión -paroxismo doloroso del narciso-, como si todo fuera una conspiración en contra de un protagonista-antagonista que no existe, dado que somos insignificantes para el devenir del mundo. El problema, en definitiva, estriba en no buscar las maneras -por triviales que resulten- de la reconciliación.

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¿De qué me hablas cuando me hablas de coherencia? Muchos son coherentes por vanidad. La contradicción nos hace vulnerables, discutibles y falibles. La coherencia es un mecanismo de defensa que oculta un orgullo debilitado: el de aquel que no reconoce su equivocación. El incoherente, en cambio, se expone a los demás como humano proclive al yerro.

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Es necesario más engaño para una vida menos desagradable. El sincero se las ve a solas con las múltiples y perspicaces formas con que la existencia le dice que, dada la claridad del sinsentido, no vale la pena seguir existiendo. En consecuencia, adopta un engaño: se engaña, engaña a los demás, y al final se olvida que se empezó engañando. Algunos -para su pragmática fortuna- olvidan que llevan puesta una máscara; otros, olvidan quiénes fueron al intentar quitársela. 

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Tengo la costumbre de consultarle a dos amigos -uno, escritor; otro, filósofo- mis decisiones más trascendentales. Les hablo de mi deplorable condición económica. Uno dice: “Publica un libro. El de ensayos. A nadie le importa, y puedes hacer algo de dinero”. El otro asegura: “No te vayas a poner a publicar libros; hay que cuidar el nombre y madurar las ideas. El dinero no lo es todo”. Es decir, una colisión de perspectivas y maneras de situarse en el mundo que difieren, pero al mismo tiempo aportan. Yo, como colega y testigo de sus inmensos contrastes, pienso que ambos tienen razón. A pesar de eso, no me decido por ninguno.

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Fui al quinesiólogo por una lesión en la pierna. Me dijo que se trataba de un exceso en la actividad física.

-¿Por qué corre tanto?

-…Tengo problemas metafísicos.

-¿Cómo así metafísicos? Disculpe, pero no le entiendo.

-Yo tampoco, doctor. De pronto ese es el problema.

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A medida que aumenta el dispositivo técnico de comunicación se hacen menos significativas las palabras. El lenguaje es un instrumento pueril y veloz cuyo fin es un fin, no el deleite de su uso. La comunicación se atrofia cuando no se pondera la anchura y longitud del espíritu y el aroma que circundan las letras. Hoy enviamos mensajes de dialéctica fácil e inmediata; no las epístolas que a otros les tocó preparar, pensar, esperar y rumiar. Hoy chateamos, no escribimos. Así, la inmediatez de la digitalización del mundo desencadena la crisis de la estética.

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Lo que constituye el paso regular del tiempo para alguien, para un similar es absolutamente distinto. Hacemos parte del mismo tiempo: es una línea que nos atraviesa a todos, pero diferimos en las circunstancias que acontecen su paso. Esto porque las emociones despiertan intensidades incuantificables, y de sentimientos indelebles; de modo que un año de dolor, ansiedad, desesperanza -o unos meses de alegría y placer-, puede sentirse mucho más largo y significativo que otro de relativa normalidad. La experiencia no es una medida, ponderada en una exactitud; más bien es una amalgama de sensaciones que dialogan y controvierten certezas. Así, la marcha cuantitativa del tiempo no es -y nunca será- la misma que la marcha cualitativa para otro individuo. 

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A las magdalenas de Proust les hacen falta la potencia del sonido. El sonido no evoca nada: son los mismos acordes, las mismas melodías, el mismo lirismo y la misma eufonía la que marcha en un tiempo; nosotros, no obstante, nos evocamos en el sonido: nos trasladamos del presente al pasado con tanta nitidez que volvemos a sentir una sensación que creíamos marchitada.

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El que intenta escribir sobre su celotipia y no ha leído a Proust se hace un mal y un bien. Bien, porque al leer los tres últimos tomos de En busca del tiempo perdido se dará cuenta que nadie como el francés para nombrar ese estado de febrilidad. Y mal, porque cualquier hálito por escribir sobre su experiencia se verá apaciguado una vez se saborean las frases profundas, coloridas y elegantes con que habla el narrador de Albertine.

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Dime qué imágenes consumes, y te diré qué imagen intentas proyectar.

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Evocar es crear. Nos relatamos a nosotros mismos cuando hablamos de nuestro pasado, de nuestras experiencias, de nuestras anécdotas. Nos inventamos: incluso en lo desagradable hay invento. Nadie puede hablar del pasado como si el pasado le perteneciera: como si fuera lo que el individuo cree que es, y no lo que fue, o lo que olvidó que fue.

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No sabemos quiénes somos. Terminamos, no obstante, identificándonos con algunas de nuestras personalidades.

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Nietzsche caminaba por horas enteras. Heidegger contemplaba el bosque. Cioran montaba bicicleta. Sus investigadores se pasan horas y horas aplastados en la silla de un cubículo.

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Al leer la correspondencia de Nietzsche uno se conmueve con el humano demasiado humano que habitaba en él: ese individuo apocado y vencido por la enfermedad, que amaba la soledad, pero extrañaba el abrazo de sus amigos; ese sujeto consciente de que sus rivales -Wagner y Dios- estaban por encima suyo, de modo que su amparo era aseverar que su obra estaba para la posteridad; ese profeta de sí mismo: desde atrás para adelante y desde adelante para atrás. La historia universal del yo que trasciende de intimidad a autoreflexión humana. Siempre seguro de sus capacidades, a pesar de sus dubitaciones circunstanciales.

El Nietzsche de las cartas es un Nietzsche absolutamente distinto al Nietzsche de la obra: el primero, el débil y quejumbroso mortal; el segundo, el inclemente y lúcido pensador. Vidente de las enfermedades culturales posteriores al siglo suyo. “Una cosa soy yo, otra son mis escritos”, dice en Ecce Homo, como si no supiera que su vida da vida a su pensamiento, y su pensamiento a su vida. Nosotros, sus seguidores, admiramos ambas facetas, porque a lo mejor la pasión por el hombre dinamita no se trata tan solo de un pensamiento, sino también de una estética y manera de hacerse alguien en la historia (in)moral de la existencia.

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Un día tendremos un día perfecto: lo disfrutaremos, lo sentiremos, lo saborearemos. Luego tendremos que buscar, anhelar, luchar y luego olvidar ese día perfecto para encontrar otro día perfecto. Es el cíclico del enamoramiento.

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Cuando las condiciones para ejercer una actividad están en contra (escribir, por ejemplo), ejercer esa actividad es un acto de resistencia, pasión e inutilidad que desafía al paradigma existencial de rendimiento neoliberal. En otras palabras, una manera de dignificarnos a nosotros mismos yendo en contra de lo que está en contra.


Jaír Villano (1993) se ha desempeñado como docente universitario, tallerista y conferencista en ferias y coloquios sobre literatura. Sus ensayos, reseñas y artículos se han publicado en El Espectador, El Tiempo, El País, Le Monde Diplomatique, el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República, así como en las revistas Arcadia, Universidad de Antioquia, Kinetoscopio (cine), Canaguaro (cine), entre muchas otras páginas culturales.  En 2018 la librería de Cali Expresión Viva reunió algunos de sus textos en un libro: Escribir por escribir (sobre literatura y cine), antes de eso escribió, editó y compiló Like a Rolling Stone. Historias y perfiles de estrellas del rock (Caza de libros, 2017). Estos aforismos pertenecen al libro inédito El pozo de la desilusión, el cual hace parte de su proyecto narrativo el tríptico del fracaso.

Aforismos, máximas, sentencias y escolios: conversación entre Villano Jair, Alvaro Batista Cabrera y Juan Toledo en un podcast de ZTR Radio de Londres