Por Juan Manuel Roca

Siempre nos complace publicar a uno de los más queridos y más leidos poetas de Colombia. Podríamos llenar páginas enteras con él pero, como todo precioso néctar, lo hacemos a cuenta gotas para disfrutarlo aún más


La palabra perdida

Y pensar que un día lejano alguien arrojó por mi ventana envuelta en un papel de arroz, una palabra. Yo tenía 7 años y un catalejo. Es curioso. Ahora que la poesía es la déspota de mi casa no logro recordar esa palabra. Si me apuraran diría que no fueron las palabras ganglio ni jergón ni tampoco malasombra. Que no fue camelia ni soplete ni menos aún trotaconventos. El papel con la palabra debió irse en el camión de la basura,  terminar como pequeña alfombra del canario o navegar por el desagüe hacia aguas residuales. No la recuerdo. No la he visto en ningún diccionario de la lengua, ni tirada por ahí en el mercado de revistas viejas, ni en el libro de Whitman que es como una bodega de voces.

Algo me dice que en ella está la clave de mi incierto camino. No la he podido encontrar en manuales ferroviarios, en las bibliotecas acariciadas por los ciegos ni siquiera en la carta arrugada de un viejo ladrón condenado al cadalso.

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Breve lección de irrealidad

Los medios en lo dominante ponen anjeo a la realidad. Que por los pequeños agujeros de una apretada malla no se cuele el mosquito de la duda. Que no entre en casa o que si entra lo haga de forma desfigurada, de modo que el afuera tenga visos de irrealidad y sea apenas un zumbido en el oído. Que la verdad, aturdida entre falsas noticias, termine siendo un bisbiseo, una molestia pasajera en el oído. Y que todos, periodistas, académicos, escritores o poetas, aprendamos que la realidad no es verbal.

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A propósito de pestes

Albert Camus: el exilio en casa

¿Qué pensaría usted al encontrar ratas muertas o en agonía en su café preferido o en la escalera de su edificio?

Posiblemente que vive una pesadilla o que lee demasiado la Biblia con sus Nilos de sangre, invasiones de ranas, gavillas de mosquitos, nubes de langostas y un faraón cercado por 10 plagas y por el Dios de Israel. O como el portero del edificio del doctor Rieux en la argelina ciudad de Orán que es cosa de bromistas.

Escrita en 1947, dos siglos después de El año de la peste, de Daniel Defoe,  la novela de Albert Camus recuerda que “ha habido tantas pestes como guerras y sin embargo pestes y guerras sorprenden a las gentes siempre desprevenidas”.

Todo empezó un día, en una ciudad portuaria con espacios fóbicos al árbol, una población cenicienta y mortecina pero como la mujer envuelta en piel de asno con una seducción oculta. Una ciudad de gente modosa que cree en el matrimonio, al que Camus llama “una larga costumbre a dúo”.

Llega la peste. La ciudad portuaria, como una muñeca rusa que guarda dentro otras muñecas, parece parir ratas moribundas. Tras limpiar calles y rincones de esas emisarias de muerte, un nuevo cortejo envuelve a la ciudad en atmósferas de espanto. Como si pasara el flautista de Hamelin –al que evoca Günter Grass en La ratesa- las ratas morían a los pies de los habitantes.

Entre el 16 y el 25 de abril, según un expediente estadístico, se recogieron 6.321 ratas muertas. Y es un nuevo y cruel maridaje: con las primeras muertes humanas la peste y el miedo hacen pareja.

Camus, que señala la precariedad de la razón, la brutalidad del ser, la tragedia humana, hace de su novela un coto de caza para el pensamiento. Parece decir que el miedo nos hace reflexivos.

Toda esta crónica de la peste flota en una vigilante pesadilla. Cuando se tiene que acudir al “servicio municipal de desratización” y el periódico local debe rendirse a la evidencia, se desplazan las demás noticias y sólo se habla de fiebre, ganglios, vómitos y muertos que empiezan a hacer de Orán una ciudad supurante.

La felicidad no sabe contar. Nadie hace el censo de los momentos felices de un hombre, pero siempre hay un ábaco para contar tragedias y muertos.

Camus nos recuerda que el Estado se niega a ver los males de la sociedad pues resulta mejor la ignorancia que el pánico. Pero con los centenares de muertos por la peste no hay quien pueda esconder la cabeza.

Un paisaje enfermo humaniza más a los personajes de la novela. La llegada de un ángel pestífero a un mundo profiláctico hace meditar en la muerte y en la vida.

Un tema constante empieza a ser la incomunicación, el exilio en casa y el de quienes no pueden volver a Orán a visitar a sus familias. El exilio de los que se fueron, el inxilio de los que se quedaron. Hasta el lenguaje sufre mutaciones y palabras como “transigir”, “favor”, “excepción”, se ahuecan de contenidos.

Hay una visión cercana a un cuadro de Breughel con carretones de ratas muertas. Albert Camus traza un símbolo que, cruel como la misma llegada de los bárbaros, resulta ser -en últimas- un propiciador de reflexiones para abrir un alegato moral.

El sentido agonista termina cuando la peste, tras miles de muertos, un día desaparece. Vuelven los trenes a moverse y se acaba la feroz cuarentena de la ciudad, pero aun así nos reserva la duda: “el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, en las alcobas, en las maletas”.

La peste, como la guerra, quizá no sea más que la forma de hacer del hombre un testigo de su impotencia.


Juan Manuel Roca es uno de esos raros poetas latinoamericanos que no solo son admirados sino lo que es más importante aún: leídos. Ha publicado más de treinta libros de poesía así como también narrativa y ensayo. Ha sido galardonado como periodista, pero es como poeta que ha ganado tres veces el Premio Nacional de Poesía en Colombia y también los Premios Internacionales de Poesía Casa de Las Américas, Lezama Lima, 2007 y Premio Casa de Las Américas de Poesía Americana, 2009. En el año 2014 recibió un Doctorado Honoris Causa de la Universidad Nacional de Colombia.

Esta es la página de Poetry International dedicada a Juan Manuel Roca