Por Mario Halevi

Muy a solicitud nuestra, nos ha llegado desde Panamá un cuento que nos entretiene tanto por su conocimiento de un tema musical que se dice ser el comienzo del llamado rock progresivo como por la progresiva y jocosa depravidad de lo que cuenta. Es un relato de Navidad, tal vez nada desapropriado, para celebrar el fin de este aciago y bizarro año


El 26 de diciembre de hace dos años fue el día en que volví a nacer.  Si digo que fue a causa de un contrato permanente al que acompañaba un sueldo digno de alguien más ambicioso que yo, pudiera decirse que exagero. La verdad es que había pasado unos años de vacas flacas durante los cuales tuve abundancia de necesidades insatisfechas, y mala suerte con las mujeres.  Y mi suerte solo cambió al llegar a Tenerife.  

Así que no exagero si digo que volví a nacer.

«Hoy también es como mi cumpleaños» le dije a Linda aquel día de hace dos años. Ella entendió mi broma de forma literal y no supe o no quise desmentirlo.  Por eso, hace una semana volvió a sugerirme que lo celebráramos juntos; dije que sí, y he despertado deseando tener la valentía de no ir.

Llego poco después del mediodía, y por el estado anímico de los invitados es evidente que la fiesta comenzó hace horas. Allí están Kevin, Andy, Rebekah, Debbie y otras caras más o menos conocidas. Casi todos son compañeros de trabajo, expatriados todos ellos, hechos a la molicie y la falta de disciplina de los isleños. Soy el único español entre los quince o veinte invitados que se reparten por la cocina, el salón y la terraza, que da a una enorme piscina solitaria de esta urbanización de Chayofa, al sur de Tenerife. La casa en alquiler de Linda Chapman, la anfitriona y cumpleañera en este 26 de diciembre, el Boxing Day de los británicos. 


El año pasado, en la fiesta de Navidad de la empresa, Linda me plantó un beso en la boca al despedirse, al tiempo que que me apretaba contra sus pechos y masajeaba mi entrepierna de una forma que todavía me eriza.

He traído un par de botellas de vino de Icod. Y como regalo para Linda, un reloj Cartier que guardaba desde hacía meses envuelto en un papel de regalo extravagante en la gaveta de mis calcetines. Lo había comprado para B., pero nunca llegué a dárselo. 

«B. volvió a Valencia hace seis semanas, y me mandó a tomar por culo. En ese orden». 

Es lo que respondo cuando me preguntan por qué ya no vivimos juntos. La razón es difícil de creer -y hasta ridícula- pero el desencadenante fue un preservativo usado que apareció debajo de la cama cuando B. volvió de un viaje. Le dije la verdad, que lo había usado para masturbarme una tarde que había bebido algunas cervezas de más, y se había quedado olvidado allí ¿A quién no se le olvida algo debajo de la cama?  No me creyó. Claro que tampoco le conté que ese día fantaseaba con Linda.

El año pasado, en la fiesta de Navidad de la empresa, Linda me plantó un beso en la boca al despedirse, al tiempo que que me apretaba contra sus pechos y masajeaba mi entrepierna de una forma que todavía me eriza. Un beso con lengua que Linda, con toda probabilidad hasta las cejas de éxtasis, MDA, Ketamina o cualquier otra porquería, seguramente olvidó en ese mismo instante. El caso es que B.  vio la escena desde el coche y odia a Linda desde entonces. Yo, en cambio, uso aquel beso con restregón como material masturbatorio recurrente. 

«Tal vez esta noche. Tal vez esta noche sí.  Nada de drogas, pero mucho de sexo. Nada de drogas, pero mucho de sexo». Repito mi mantra a sabiendas de que me he metido en la boca del lobo. Llevo seis meses sin meterme nada y ya no recuerdo la última vez que me emborraché. Hoy, al salir de casa, tuve la precaución de dejarme el dinero y las tarjetas para no caer en la tentación de, qué sé yo, terminar como antaño en la isla de la Gomera para continuar la juerga. 

O algo peor. Me conozco. Soy débil.

Linda ha decidido abrir los regalos hacia la medianoche, así que coloca mi regalo encima de otro montón dispuesto como una pirámide de fantasía, sobre una mesa al lado del televisor. «Mira, lo colocamos aquí, como el cherry de una tarta ¿Qué quieres beber honey?»  

Está cariñosa, seductora. Al menos es lo que me parece por la forma en que me mira a los ojos al decir la palabra cherry.

«¿Qué quieres beber, Mario?», insiste. Yo me sigo recreando en sus ojos de un tono verdiazulado. «Nada, your cherry… sorry! ¡Linda!… your wine

Linda se sonroja y ríe con picardía. Y es solo ahora cuando caigo en la cuenta de que cherry es el sinónimo de la virginidad. Pero en este instante carezco de la capacidad para rematar la broma, y más tarde pensaré en las respuestas que podría haber dicho y me maldeciré por no tener suficiente agilidad verbal sin estar high. Rebekah llega y pregunta algo a Linda, momento que aprovecho para mimetizarme entre los invitados.

Un tipo con cara de niño y mofletes sonrojados, al que mentalmente llamo Baby Face,  cuya blancura hacen destacar su metro noventa y sus no menos de ciento veinte kilos, ha estado poniendo diferentes versiones de A Whiter Shade of Pale en el equipo de música que está conectado a uno de esos portátiles Mac de aluminio.  Suenan seguidas las versiones de Joe Cocker, Annie Lennox, Ringo Starr y alguna que no conozco.  Baby Face habla sobre el oscuro significado de la letra, y tiene a un grupo que parece interesado en su lección magistral. Es indudable que el tipo conoce hasta los detalles más nimios del éxito de Procol Harum. «¿Sabéis que es posible que se trate del hundimiento de un barco? El cuarto que se mueve, los carros –carros de bebida de los camareros- tirados por el suelo, el narrador que se siente mareado…» dice, con una vehemencia estática en la que solo se mueven sus labios, pequeños y de un intenso tono rosa, que encuentro más apropiado para los labios de una mujer o de un niño de pecho.

«Yo creo que trata sobre la borrachera de un molinero», dice un irlandés que trabaja en el departamento de contabilidad. Es un tipo menudo, de aspecto nervioso, que tiene a Debbie agarrada por la cintura, desde atrás.  Mira de un lado a otro con sus pequeños ojos brillantes y a mí me recuerda a un monito que vi en un zoo. Un tití que se apareaba de forma compulsiva cada pocos segundos con su monita, sin dejar de abrazarla de la misma forma en que él está abrazando ahora mismo a Debbie, quien cree recordar que la canción es sobre una mujer muy blanca.

Procol Harum: A whiter Shade of Pale (1967)

«Es sobre los efectos del LSD» sentencia un tipo que solo lleva puestos unos calzoncillos de color celeste, -en realidad es un Speedo bastante escaso- y un sombrero de cowboy que Linda tenía colgado en el pasillo.  

Para mí este tema de la canción es tan ajeno como absurdo. Kevin y Andy, en cambio, están absortos en un partido de Críquet que lleva más de seis horas disputándose en un lugar remoto del planeta, Australia creo recordar. Decido sentarme al lado de ellos porque desde allí puedo contemplar aquel circo sin ser molestado, y me vuelvo a preguntar cómo es posible que pase este día aquí, en este sitio lleno de ingleses borrachos y drogados.

«¡Party time, Mario! ¿celebramos conmigo en mi casa? Vienen amigos de Inglaterra.» Linda habla así, entre el entusiasmo y la brevedad seca de su escaso vocabulario. Yo no tengo familia en Tenerife, ni siquiera amigos.  Así que tras pasar unas navidades penosas y con la nostalgia exacerbada por los malditos anuncios lacrimógenos de la televisión y el desamor de B., la fiesta de Linda fue lo mejor que podía pasarme.

«Tus fiestas son peligrosas, Linda. Eso sí, nada de drogas». Esto último me lo ha estado repitiendo mientras observo a las amistades de Linda  en un trasiego que por el pasillo enfila hasta el baño y que vuelven tocándose la nariz.

Suenan dos versiones de A Whiter Shade of Pale.  Una con orquesta sinfónica y otra con el preludio del himno ruso en un concierto en San Petersburgo. Baby Face no está borracho, aunque lo parezca.  Su locuacidad me hace sospechar  que sus paseos al baño han comenzado hace rato.  «Harry, se llama como el príncipe.» Así me presenta Linda a Baby Face. Harry. Como el príncipe de Inglaterra. «Y no debe de ser mucho mayor que él, ni menos vicioso.», respondo, con la seguridad de mi pronunciación. 

«Tienes razón, colega», responde Harry, con una carcajada al tiempo que se ajusta los pantalones porque Linda le ha empezado a hacer cosquillas con el dedo corazón en el comienzo de la raja del culo.

«Leave, bitch!»  grita Harry, sacándole la mano. «You love it, don’t ya?»  Se carcajea Linda mientras busca mi complicidad. 

Linda lleva puesto un vestido con lentejuelas y un maquillaje excesivo. A las cinco en punto de la tarde parecen un puro anacronismo. Hoy cumple treinta y dos  años, y el vientre  abultado  y las arrugas de una vida de exceso  la hace parecer una cuarentona atractiva. Tiene un culo de negra que marca un ritmo de milagroso desafío al caminar, y hay algo en su procacidad que me atrae como a las moscas la porquería.

Seis versiones de A Whiter Shade of Pale más tarde llegan dos repartidores de Roy’s Pizza cargados de comida india. Los invitados acuden al olor del curry y se empieza a escuchar el sonido de las latas de cerveza al abrirse. A mí también se me abre el apetito. Un apetito que viene a confirmar mi sanidad y mi sobriedad.


Baby Face no está borracho, aunque lo parezca.  Su locuacidad me hace sospechar  que sus paseos al baño han comenzado hace rato. 

Nada de drogas esta noche, vuelvo a pensar al ver a Harry echar un vistazo a la comida y decidirse por otro Bacardi Cola. Me sirvo un plato de arroz con curry de cordero, y en ese momento aparece por la puerta Juan Guanche que se abalanza para darme un abrazo como solo se le da a alguien que haya estado secuestrado por la guerrilla colombiana.

Y suelta, de un tirón, sin respirar algo así como:

«¡Chóooooó colega! ¡Yopenséquetehabíajmuertooquetehabíajvuertopa’la peninshula! ¡flaco!»

Conseguí que B. se viniera a vivir conmigo hace nueve meses, y fue entonces cuando abandoné la vida nocturna y aquellas fiestas desenfrenadas de dos días que terminaban,  por alguna razón que no podría explicar muy bien, en La Gomera, con Juan Guanche.  

Juan Guanche pasó sus primeros años de vida en Manchester, así que su inglés es tan bueno y tan local como su español del puertito de Güimar. Es obvio que trae su cargamento de píldoras y perico en la mochila,  porque Deborah y Harry  se lo llevan a la habitación de Linda. Y tras ellos van Linda y algunos más, incluídos Kevin y Andy que han dejado de parecer estatuas y se han dejado a los jugadores de cricket al otro lado del mundo.  Experimento un vuelco en el corazón cuando Linda se vuelve a buscarme y me lleva de la mano tras darme otro beso con lengua al tiempo que mete su mano en mi entrepierna. «Hmmm, hello there!», dice a modo de salutación a mi erección desaforada. «Estoy condenado» digo en voz alta; y al llegar al dormitorio veo un enorme espejo encima de la cama, y sobre el espejo Juan Guanche está vaciando las bolsitas que forman el pico nevado del Teide.

«No, ahora no. Estoy descansando del tema un tiempo». Es lo que se me ocurre decir cuando Juan Guanche me extiende un billete enrrollado de doscientos Euros. Y respiro con alivio, incrédulo de mi  propia fuerza de voluntad. Entonces Juan Guanche se levanta, me da una palmada en el hombro y se coloca frente a mí. Me pone su dedo índice entre los labios, y abro la boca con el acto reflejo de un niño de pecho. Bajo la lengua tengo ahora una pastilla, como una piedra en el zapato que no me puedo sacar.  Todos me observan. «Tendré que bailar contigo, Linda», digo para salir del paso. Linda me planta otro beso en la boca, y con destreza me desliza con la punta de la lengua otra pastilla más. «Now we are talking!», exclama, guiñándome el ojo izquierdo.  Y mi lengua juega unos segundos con las dos pastillas que se me deshacen sin remedio.

Y al poco se hace la luz. Y el túnel. El largo túnel que conduce a la felicidad de los derviches, los sacerdotes mayas y los yonkis. Y la felicidad es absoluta porque los ojos de Linda me miran más verdes e intensos. Y pienso en cerezas  y en tartas; y en las ropas de payaso que todos visten ¿por qué se han disfrazado de payaso?;  y río con una risa diferida por mil emociones que me recorren la epidermis. Y empiezo a amarlos,  cada poro de mi cuerpo los ama.  Harry baila a mi alrededor y yo me quito los zapatos, los calcetines y la camisa porque Linda está descalza, y ahora todos bailamos una versión nueva de A Whiter Shade of Pale, la versión reggae de Pat Kelly de 1979.  «Esta versión tiene ligeras variaciones en la letra, como el cambio en la frase “una de las vírgenes vestales” por “una de las vírgenes especiales”». Escucho o más bien sueño decir esto a Harry,  se ha detenido en medio del grupo de danzantes para otra nueva andanada sapiencial. También dice algo sobre la virginidad perdida,  el sexo de los ángeles o el sexo anal. Para entonces ya me da lo mismo porque ahora bailo. Y no importa que mis movimientos de orangután guarden poca o ninguna relación con los ritmos jamaicanos. Me siento como Nijinski con rastas. «Eres una puta enciclopedia en bañador, Harry.  You’re a fucking walking encyclopedia in trunks, Harry!», grito una y otra vez. Y todos ríen la gracia. Hasta Harry, que sigue saltando hasta convertirse, justo delante de mí, en un oso polar disecado en la puerta de una tienda llena de objetos curiosos y de payasos desnudos. Y aquí, en este punto, se hace la oscuridad y se cierra el túnel, como en un fundido a negro en el que hace demasiado frío.

Recobro la conciencia sentado en la cubierta del ferry que acaba de salir del puerto de los Cristianos, rumbo a la Gomera. Harry y Juan Guanche ríen juntos con una historia que cuenta alguien a quien no conozco. Me doy cuenta de que estoy apretando cosas con ambas manos: la caja negra con el logo de Cartier y una botella de agua con gas. «¿Sabes el origen del Boxing Day?» Me pregunta Harry, señalando a la caja vacía.

Vaya si lo sé. Los ricos le regalaban a los pobres las cajas vacías de sus regalos con las sobras de las comidas navideñas.  

Pero ahora, en este preciso momento en el que el sol hiere mis ojos como si yo fuera el mismísimo Nosferatu, preferiría olvidar este y otros muchos detalles más o menos vitales. Detalles que ahora me asaltan como las arcadas de un borracho. Cosas como  el momento en el que Linda abre los regalos; el mío el primero, y en la caja del Cartier no hay otra cosa que un papelito escrito con una primorosa letra de mujer,  en el que se lee:

“GRACIAS, CABRÓN HIJO DE PUTA. B.”

O el acto de incontenible sinceridad al contarle a Linda, delante de todos los invitados, que en realidad el regalo no era para ella sino para el amor de mi vida, para B., que se lo llevó como justo pago a mis canalladas, sin yo saberlo. O del patético intento de conseguir una erección. Sí, una erección en medio de un salón lleno de ingleses, en público reconocimiento de cómo el beso de hace un año se ha convertido en el actor necesario del milagro de la resurrección de la carne. Y para finalizar  -como la cereza vergonzante de una enorme tarta de mierda o de un abominable pastel de culo, que es lo que dijo Juan Guache para describir la escena- de cómo terminé durmiendo desnudo durante algunas horas en una tumbona al lado de la piscina tras recibir una andanada de bofetadas que aún duelen ¿fue Rebekah o Debbie? No logro recordarlo.

«Eres un animal , Mario. You are such an animal, Mario!»  Esto sí lo recuerdo. Son las últimas palabras de Linda al cerrar la cajita y arrojármela con tan mala puntería que casi le salta un ojo a Kevin ¿o fue a Andy?  El partido de cricket ya había concluído con la victoria de Pakistan.

Harry me llama para que vea los delfines, pero yo peso una tonelada y sería imposible levantarme para ir a ver los delfines. 

Un soplo de brisa me trae la canción de Procol Harum -por fin, la versión original con órgano Hammond- y trozos de letra recortadas por el filo de los rayos solares que me taladran las sienes con reminiscencias psicodélicas de lo sucedido en el túnel de la felicidad.Y entonces me traspasa una realidad, un alumbramiento, una Epifanía. El secreto revelado a aquellos que cosechan los naufragios como forma de vida: La letra de A Whiter Shade of Pale trata, efectivamente, del hundimiento de un barco.  Un hundimiento que, maldita sea mi suerte, no me ocurrirá hoy, ni mañana, ni nunca.


Mario Halevi es escritor y poeta, residente actual y temporalmente en Panamá; luego de haber vivido en Kenia, Tenerife, Zaragoza, Sevilla y Londres.