Por Mateo Duarte del Castillo

De «La Atenas Suramericana» nos llega este recuento de las no pocas peripecias que había que hacer en la Bogotá de la década de los 80 para adquirir vinilos importados de Heavy Metal. Esta es una primera entrega, de una trilogía, sobre lo que era ser rockero en una elevada ciudad de Los Andes suramericanos


Ustedes están muy jóvenes pero por allá en 1987 en Bogotá, en La Atenas Suramericana, las palabras Heavy Metal eran prácticamente desconocidas, las emisoras que eran la única forma popular de oir música solo programaban vallenato y chucu-Chucu, la élite oía en la HJCK música clásica y jazz (una emisora para la inmensa minoría, era su eslogan) y la única emisora juvenil que era 88.9 FM solo se oía Michael Jackson y las bandas sonoras de Flashdance o Footlose, películas gringas sobre baile.

Lina Botero tenía un programa de TV que se llamaba Los 10 mejores de la música, donde a veces pasaban videos de rock pero porque en EEUU ingresaban al Top Ten alguna banda de ese género y el programa se limitaba a copiar esa lista.  

Otra forma que tuve de conocer grupos de Heavy Metal era la Librería Nacional de Unicentro que importaba revistas que se podían hojear gratis durante 15 o 20 minutos hasta que el encargado llegaba a joder preguntando: “¿Joven va a comprar? Las revistas son solo para la venta” pero ese tiempo me bastó para memorizar nombres de bandas como Judas Priest, Black Sabbath o Iron Maiden.

Al cabo de unos meses me llegó en forma de chisme que en el centro existían unas casetas que vendían discos de todo el Metal que uno se podía imaginar y eran importados de contrabando, deben ser carísimos me imaginé.

Tuve la inmensa fortuna de tener un papá ex-hippie, pintor de cuadros muy buenos que vendía con cierta regularidad a galerías en el norte y a señoras encopetadas. El caso es que le comenté lo de las casetas de música, el dato le quedó interesando y cuando hubo cierta holgura económica nos fuimos a conocerlas.

Estaban ubicadas en la Calle 19 entre Carreras Octava y Novena, ahí en pleno andén, invadiendo espacio público, estaban todas pintadas de un azul como de piscina y olían a orínes de perro callejero. Cada una tenía un nombre: Abbey Road, La Rockola, etc. Eran oscuras y apenas solo un bombillo de luz mortecina iluminaba su interior.

Nada de eso me importaba, el impacto visual de las portadas de los vinilos de Pink Floyd, Black Sabbath Deep Purple y Judas Priest era tremendo: dibujos y diseños psicodélicos, monstruos, ángeles caídos, pentagramas satánicos. Las ganas de comprarlos todos y oírlos eran incontenibles, eran los mismos nombres de las revistas importadas de La Nacional, no lo podía creer.

Afortunadamente iba con mi papá porque los vendedores y dueños de las casetas eran rabones con los culicagados como yo, me miraban con desprecio y preguntaban, “¿Qué quiere?” con acento golpeado, como preguntándose «Este chino marica que va a saber de Rock» pero al ver que mi papá preguntaba por Deep Purple se les bajaban los humos y empezaban a sacar discos y más discos: “Vea este es importado de Londres es donde está tal canción o y este otro donde está tal otra”. No eran baratos, así que podíamos comprar máximo dos o tres lo mejor escogidos posible y pa´ la casa.

Teníamos un equipo de sonido marca Pioneer con tocadisco y casetera y afortunadamente con un par de bafles potentes ubicados en la sala, la cual era amplia y con grandes ventanales que daban a la carrera séptima con 123 que temblaban cuando le ponía máximo volumen al equipo.

A pocas cuadras de mi casa vivía Andrés, un amigo como 7 años mayor que yo igual o peor de fan del Metal, lo llamaba para invitarlo a oir las nuevas adquisiciones musicales que me habían comprado y hacíamos un extraño ritual con los discos importados que venían sellados: Yo lo esperaba a que se viniera corriendo desde la 118 con Sexta, el man llegaba jadeando a mi casa, y con bisturí y las narices pegadas al empaque aspirábamos el aire encerrado que venía en el cartón del vinilo como ñeros cuando aspiran pegante “Uy marica, ¿si huele? ¡Aire de Londres¡”

Acto seguido sacábamos el vinilo nuevecito, era de un negro brillante con tornasoles cuando era golpeado por la luz y venia dentro de un sobre con las letras de las canciones en una cara y más arte con dibujos relativos a su portada o una foto en concierto de la banda en la otra cara del sobre. La palpitación del momento, del ritual.

Poníamos la aguja en el primer track y ahí empezaba el viaje, cuando eran álbumes de los ingleses Judas Priest el poderosísimo dúo de guitarras gemelas de Glenn Tipton y K.K Downing invadía esa sala como rayos láser (yo veía ese sonido así) y cuando empezaba a cantar el Dios del Metal -el vocalista Mr Rob Halford- eran como cuchillas que cortaban el aire y rebotaban desde las ventanas y paredes hacia mí de nuevo,  especialmente cuando lograba esas notas tan altas.

Esta no era una música para mover las caderas y los hombros, no era para sacar parejita y bailar “ombligo con ombligo”, nada,  esto era una experiencia personal (ni siquiera existía el pogo) intuitivamente uno se colocaba en posición de tener una guitarra imaginaria e imitaba tocarla con todas sus fuerzas. Después supe que eso se llamaba Air Guitar y los gringos tienen hoy en día hasta concursos de esa vaina.

Tal como habíamos visto en los vídeos que pasaba Lina Botero en su programa de TV empezábamos a mover el cuello hacia adelante y atrás, ese movimiento lo dictaba el ritmo de la batería y se empezaba también a mover el poco cabello largo que nos permitían tener en el Colegio, era así entonces que completábamos el “baile” unipersonal, del yo con yo. El famoso Headbanger. Andrés sabía más inglés que yo y me traducía las letras, eran todo lo que uno esperaba: “En medio de los autos volcados y quemados, los retadores esperan, y en sus puños agarran balas de hierro con las cuales sellar su destino, sobre su pecho descansan las hileras de cuchillos arrojados, cuchillas de afeitar en pruebas desafiantes, han terminado muchas vidas”

The Sentinel, Judas Priest

Todo concordaba, las portadas, lo que yo sentía y “veía” con la música, la desgarradora voz de Halford cantando esos versos era un mundo nuevo, y me gustaba como un putas. Ya podía decir que era un metalero de 15 años de edad.

En los siguientes viajes a las casetas azules los dueños ya me trataban con menos desprecio y hasta me recomendaban vinilos de nuevas bandas como Motorhead, Metallica y Venom. Mi padre se había relegado a acompañarme y a pagar porque esas bandas tan pesadas a él no le cuadraban mucho. Motorhead se volvió de mis favoritas, la voz y el bajo que hacía Lemmy Kilmister se sentían como un tractor bajando sin frenos por la pendiente de una colina, la batería de Phil «Animal» Taylor era el motor de ese mismo tractor a punto de estallar por la velocidad, era una banda brutal. 

Había un problema con los vendedores de vinilos, pedían muchas unidades de un mismo grupo que no tenían mucha salida y después se desencartaban con sus clientes, no había un tocadiscos en la caseta para oírlos antes de comprarlos. Una vez me hicieron comprar uno de Def Leppard: “Son ingleses vea, la están rompiendo en toda Europa”. Llego a oírlo a mi casa todo emocionado el Album se llamaba Hysteria y despues del tercer track, me pillo que eso no puede ser Metal, ni siquiera era Rock, era un pseudo-pop agresivo con letras para excitar quinceañeras. Hysteria la que me dio a mí “Malparidos, me tumbaron”. Entonces tocaba buscar a otro más pendejo que yo para hacer un trueque y tratar de no perder la plata.

Fue así que me conseguí el álbum doble de Metallica, el And Justice for All, era imprimido en Venezuela pero tenía buen sonido. La ingeniería de sonido de ese Album era nueva para mí, no había casi bajos y la batería sonaba como el motor de un Mustang de 8 cilindros -en especial el tremendo doble bombo de Lars Ulrich- y las guitarras eran como bloques de concreto que caían sobre tejas de zinc, no sé si me explico, pero así lo veía. Salió bien el trueque, me dije.

Posdata

Jóvenes en situación de «hipsteridad»: si creen que les están cobrando un ojo de la cara hoy día por un Vinilo, no se preocupen hace 40 años también eran carísimos, la diferencia es que hoy no hay disculpa para que no les guste después de comprarlos, óiganlo antes en Spotify, You Tube etc y así se evitan sorpresas desagradables.


Mateo Duarte del Castillo es artículista, escribe sobre música y ha trabajo en cine y medios audiovisuales. Reside en Bogotá, Colombia. Baste decir, por ahora, que los ritmos tropicales no son su cosa.